Pensilvania y Chile

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EL AUTOR es periodista. Reside en Santo Domingo.

Para auscultar las graves grietas sufridas por el edificio moral de la fe católica con las escalofriantes revelaciones sobre crímenes sexuales contra menores, dejadas por escrito para la posteridad por la Suprema Corte de Pensilvania, hay que partir de lo ocurrido a principio de año con la visita apostólica del papa Francisco a Chile, donde el tema retomó repercusión global.

El obispo de Roma, cual gallo envalentonado se atrevió a decirle a los chilenos, que lo que ellos sabían del obispo Juan Barros, que también lo sabía la jerarquía de la Iglesina de Chile y el propio papa: que ese dignatario católico, era encubridor consuetudinario de la pedofilia, era una imputación calumniosa. Esa metida de patas le creó una crisis de imagen que ha hecho todo lo posible por subsanar.

En muestra de arrepentimiento, después que se documentó que tenía conocimiento de la pésima reputación de ese sacerdote, cuando lo invistió como obispo de Osorno, designó a uno de los mejores investigadores del Vaticano para que viajara a Chile, dando garantías de que concluiría la etapa de protección a los abusadores, y, después de recibir su informe, convocó a todos los obispos y los conminó a entregarle la renuncia. En la justicia de Chile hay 38 procesos abiertos por casos de pederastia que involucran a obispos, sacerdotes y laicos, de 71 casos investigados con 158 sospechosos.

Con la reacción posterior a su visita a Chile, Francisco le decía al mundo que en su iglesia no había apañamientos para los abusos de sacerdotes contra niños, adolescentes y preadolescentes, y tomaba otra aire cuando estalla el escándalo de Pensilvania que documenta muchas de las cosas que se verificaron en Chile: se conocían de las situaciones y en vez de auxiliar a las víctimas, se protegía a la institución y al criminal.

1,356 página avaladas por un jurado designado por la Suprema Corte de Pensilvania documentan abusos sexuales de distintas formas contra más de mil menores, la mayoría varones, por 300 sacerdotes, que apenas recibían como castigos penitencias y traslados para ir a repetir sus tropelías a otros lugares.

Desde los expedientes de los cardenales de Boston, Bernard Law, y de Los Angeles, Roger Mahoni, la iglesia católica estadounidense no había experimentado escándalos tan desproporcionados. Desde 1960 hasta 2013, en Estados Unidos se han logrado documentar 17 mil abusados por 6,400 miembros del clero.

El tema se torna más sensible para Francisco porque uno de los integrantes de su C-9, el cardenal George Pell, de Australia, es un clon de Juan Barros, encubridor descarado de casos de curas pederastra.

Europa no se ha quedado atrás, le sigue los pasos a Estados Unidos, con 14,500 casos, y, en México se ha reavivado el caso del presidente de la congregación Legendarios de Cristo, Marcial Maciell, pero su caso es el de un mudador de mujeres.

Que los casos que citan las distintas investigaciones abarquen varias décadas no le resta peso, al contrario, evidencia la permanencia de una conducta que, aunque sea de minoría, es sumamente dañosa.

En los debates seculares, surge la pregunta de si no ha llegado el tiempo de revisar el celibato, aunque las actuaciones de enfermos o de perversos que se refugian en el sacerdocio para evadir la presión social del matrimonio, al tiempo que disponen de un universo de potenciales víctimas que por la fe y la confianza se tornan vulnerables, no la resuelve el matrimonio.

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