“Pendejadas” de la vieja educación doméstica
Cuando el autor de estas líneas fue designado en un relativamente importante cargo público, en el segundo semestre del año 2000, tuvo que participar -como parte de sus incipientes funciones- en varias reuniones con incumbentes de la administración que había concluido, y en una de ellas escuchó algo que jamás olvidará.
En la parte postrera de una conversación informativa con cierto funcionario del gobierno saliente (que, para más señas, ocuparía el mismo puesto durante los dos posteriores mandatos del doctor Leonel Fernández), y éste, luego de ofrecer muy gentilmente las explicaciones de rigor en torno a los tópics que eran del interés de los participantes, pasó a aleccionarnos, casi paternalmente, sobre lo que él había aprendido en su paso por el ejercicio del poder. Y, tras enumerar concienzudamente muchas de las enseñanzas que obtuvo, concluyó sentenciosa y sinceramente con estas palabras: “Por último, lo más importante que ustedes van a aprender, y lo comprobarán al término de su mandato, es que sólo hay dos tipos de funcionarios: los corruptos y los pendejos. No hay términos medios”.
(Del diálogo con el funcionario de marras y su sorprendente final esquiliano hay varios testigos, todos “vivos y sueltos”: el nuevo director de la dependencia gubernamental de la que se trataba, el entonces jefe administrativo del escribidor, dos compañeros de trabajo, un prominente profesor de la UASD y un comunicador oficialista de bastante nombradía que acompañó a aquel “en calidad de amigo”… Todos, incluyendo a este último, quedamos virtualmente boquiabiertos ante audaz alegación del “servidor” del Estado).
Desde luego, hubo otra “lección”, aunque en este caso no ofrecida y, por lo tanto, tangencial: lo que en la “era” del peledeísmo gobernante se ha denominado un “pendejo” no es sólo el cobarde, el tonto, el necio o el estúpido a que hace referencia la preceptiva conceptual básica de nuestra lengua, sino fundamentalmente aquel individuo que atesora una cosmovisión específica y definida orientada al bien común, al servicio público o al humanismo (con soporte en una serie de valores que le resultan caros e irrenunciables), y que -subsecuentemente- intenta sujetar o “condicionar” su vida a determinados principios y normas éticas.
En consecuencia, los “pendejos”, en sentido amplio, pueden ser religiosos o no creyentes, educados o incultos, ricos o pobres, blancos o negros, mulatos o amarillos, políticos o “independientes”, etcétera, pero habitualmente poseen un sustrato común: se han formado en una familia cuyos conductores -padres o tutores- se empeñaron en inculcarles a sus integrantes, entre otros, valores como la honestidad o la honradez, la rectitud de conducta, el espíritu de justicia, la solidaridad, la generosidad, el amor por la libertad o la devoción por el saber.
Una expresión muy usada por nuestros padres, aunque ahora desacreditada y lanzada al zafacón del olvido, reflejaba la adscripción sin reservas al primero de los valores mencionados: “En esta familia somos pobres pero honrados”. Huelga recordar, por supuesto, que en nuestro tiempo está en boga el apotegma contrario, casi seguramente importado de la cultura anglosajona: “Hijo mío, trata de hacer fortuna honestamente, pero si no puedes… haz fortuna”. ¿Cuál es la realidad que constatamos a diario en este respecto? Sin dudas, la que denunciaba amargamente el dramaturgo, compositor y actor inglés Noel Coward con estas palabras: “Es desconsolador pensar cuánta gente se asombra de la honradez y cuán pocos se escandalizan por el engaño”.
La rectitud de conducta significa pensar y actuar conforme a determinado tipo de premisas morales, aceptando que somos seres humanos individuales, con intereses y anhelos particulares legítimos, pero que estamos “amarrados” a las simples demandas de la verdad y a normas sociales convencionales, sean éstas consuetudinarias o legales. Un biógrafo asegura que cuando alguien le preguntaba al presidente Kennedy el motivo por el cual había que tomar una decisión que chocaba con determinados intereses aún si la “razón política” indicaba lo contrario, solía responder de manera simple y cortante: “Porque eso es lo correcto”. Nuestros padres nos instaban a tener pensamientos sanos y a actuar tanto en la vida personal-familiar como en la vida social respetando a los demás y sujetándonos a las reglas de la convivencia civilizada. Naturalmente, ellos predicaban con el ejemplo. ¿Podemos decir lo mismo actualmente? La respuesta parece ociosa.
El espíritu de justicia quedó definido prístinamente en el siglo III de nuestra era por Domicio Ulpiano, el jurisconsulto romano que fue prefecto pretoriano durante el reinado del emperador Severo Alejandro, al decir que consiste en “la constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo que le corresponde” (en latín: “Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi”). Es, pues, la elemental tendencia a pensar y a hacer lo que indica la equidad sin importar las circunstancias ni escudarnos en nuestros intereses. Claro, no se puede ignorar que, como advirtió Rousseau en sus “Confesiones” muchos años después, una de las cosas más difíciles es cumplir con el deber cuando éste “choca con nuestros intereses”. León Daudí (uno de los seudónimos del escritor español Noel Clarasó) lo ha dicho al revés pero de manera más gráfica: “Todos nos inclinamos a considerar justas las injusticias que se cometen en nuestro favor”.
La tendencia a la solidaridad es lo que indica que somos humanos, esto es, lo que demuestra que salimos del estado de salvajismo (donde prevalece la necesidad suprema de la sobrevivencia individual) y nos reencontramos con nuestra humanidad. Es la expresión más concreta y libre de la hermandad entre los hombres y las mujeres del mundo. Casi todos tuvimos padres que evocaban esa tendencia a la solidaridad con un refrán bastante conocido: “Haz bien y no mires a quien”. Martin Luther King, el malogrado líder negro de las libertades civiles de los Estados Unidos, se quejaba amargamente de la falta de solidaridad de los seres humanos con estas palabras: “Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos, como hermanos”.
La generosidad implica, por un lado, saberse desprender de lo de uno para beneficio de un semejante que lo necesita perentoriamente y, por el otro lado, saber perdonar cuando todas las circunstancias recomiendan lo contrario. La generosidad habla de nuestra estatura moral, de la grandeza de nuestro corazón y, sobre todo, de la conciencia de que somos simples transeúntes en la sinuosa liza de la vida y el existir. Es generoso el que da lo que no necesita, pero lo es más aún el que da lo que necesita (es decir, el que da “hasta que duele”, como decía la Madre Teresa de Calcuta). ¿Cuántos de nosotros no asistimos a nuestra primera lección de generosidad cuando nuestros padres nos obligaban a compartir un refresco, un helado o un chocolate con el hermano o la hermana menor, el vecino o el amigo? Por lo demás, recordemos las llanas y directas expresiones de Mark Twain: “A los generosos les hace felices ver a otros felices; los avaros no proceden igual…”.
La libertad es el derecho natural que tiene todo ser humano a pensar, hablar y actuar sin otros límites que los que imponen la ética personal-familiar y la convivencia civilizada. No es, pues, el derecho a hacerlo medalaganariamente, sin ataduras, desafiando a todo y a todos. Quien escribe pertenece a una generación que se formó durante una época particularmente problemática de la historia dominicana: la de la posguerra. Las libertades públicas en esta época fueron conculcadas por un régimen político que privilegiaba la necessitat de Maquiavelo para su supervivencia. Por eso, en muchas familias se promovía sotto voce el amor por la libertad… La libertad en su verdadero sentido: el del ser humano libre dentro de las normas de la civilidad y del respeto de los derechos de los demás… No olvidemos lo que decía Edmund Burke, el político y escritor británico que en el siglo XVIII cuestionó la política colonial de su país en América: “La libertad sin virtud ni sabiduría es el mayor de todos los males”.
La devoción por el saber también fue parte principalísima de las inclinaciones de las jóvenes generaciones de ayer. No era, hay que admitirlo, una propensión global (nada lo era ni lo es, en realidad), pero por lo menos existía la idea bastante generalizada de que la educación y el conocimiento eran las únicas garantías para salir del atraso y de la miseria. Nuestros padres lo decían de manera muy singular: “Estudien y aprendan, mis hijos, para que puedan ser algo en la vida”. ¿Y ahora? ¿Se promueven estas ideas? Todos sabemos que no. Por el contrario, actualmente es común escuchar a mucha gente decir: “Estudiar no vale la pena, porque Fulano estudió y está pasando trabajo, y Perencejo no lo hizo y es rico”… Sin embargo, nadie duda de que quien estudia o se hace de una experticia técnica o una profesión llega a la vida social con una ventaja relativa sobre quien no lo ha hecho… En fin, siempre será conveniente recordar las palabras del viejo Diógenes: “La sabiduría sirve de freno a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de ornato a los ricos”.
Lastimeramente, reiteramos, en la sociedad dominicana de hoy esos valores tipifican a lo que se denomina peyorativamente un “pendejo”, y el hombre “de verdad”, el avivato, el “triunfador”, el que sirve de referente general, es aquel que sacrifica la honestidad en aras de obtener lo que quiere, que abomina de la rectitud de conducta porque ésta es de tontos, que no tiene espíritu de justicia porque lo importante es él mismo, que rechaza la solidaridad en razón de que vivimos en la época de “sálvense quien pueda”, que se burla de la generosidad porque “el mundo es de los fuertes”, que no le importa la libertad si hay suficiente comida y diversión, y que manda “al carajo” todos los días a aquellos “ratones con lentes” (o nerds) que tienen veneración por el saber.
El “pendejo” nuestro es, pues, en principio, si lo examinamos en función de sus cimientos sociales más notorios, el resultado inequívoco de una educación doméstica fundamentada en valores que en este despuntar del tercer milenio (ciclo histórico dominado por gobiernos peledeístas que son una rara simbiosis de clientelismo, globalización, descaro, tecnología digital y corrupción) se consideran nimiedades, “desfases” o meras necedades… (¡La familia, la antigua familia y sus “pendejadas” domésticas!)… Lo otro, como se sabe, es la educación formal y la socialización (responsabilidades del Estado, las comunidades religiosas y la iniciativa privada), pero esa, claro está, ya es una “fragancia” distinta…