Volver al Malecón
Contrario a lo que se sostiene sobre la evolución histórica de la ciudad de Santo Domingo, en el sentido de que
su población ha vivido de espaldas al mar, la evidencia empírica de más de una centuria desmiente este aserto. El Paseo Presidente Billini, nuestro primer Malecón que reinó en solitario durante tres décadas, tuvo adjunto un Coliseo boxístico de W. Bernardino, el glamoroso Club de la Juventud y la Plaza del Fuerte San José, con Faro instalado bajo Báez. Signado por columna conmemorativa enclavada sobre el risco. En su acera Norte se emplazó la Terraza Cremita, palco familiar cuna de sabrosos helados y batidos. Más al oeste, en la curvita del repúblico Espaillat –quien aborrecía “el vulgar merengue”-, la Terraza Malecón. Mirador privilegiado para registrar el vaivén coqueto del flujo peatonal vehicular, con fondo marino colgado y atardeceres encarnados en cinemascope.
En ese ángulo nostálgico, llander Selig y Viola fraguaron el Art Decó del Epi Club, decorado con espléndidos murales brotados de la fronda tropical y la paleta mágica de la Balcácer, la Ada de endiablados Bacás. Fina mantelería rosácea y alba, cubertería de plata. Luis José Mella con Barroco 21 jazzeando el elíxir sonoro del ambiente. El París de exilios izquierdistas del camarada Ilander, evocado gourmet, exquisito, con menú de colección diseñado por la artista. En los 70 la oferta gastro del tramo germinal del Malecón la suplían La Bahía, con una sopa Palúdica salida de la olla para borrachos terminales, suculentos pescados y mariscos frescos. La Llave del Mar del locuaz capitán Marte, narrador de aventuras a lo Jack London, con ejemplares de la fauna marina disecados pendiendo sobre los comensales, hoy hotel.
Para mí, ese tramo toca fuertes emociones. Llevado de la mano por mi madre, visitábamos a las tías Pichardo Soler, residentes en la Nouel a pocos pasos del Parque Independencia y en la calle Arzobispo Portes, cerca de la Puerta de la Misericordia. Desde este último destino, bajábamos al Paseo a buscar mi recompensa: los apetecidos helados Cremita servidos en generosos copones metálicos, a degustar en la terraza. Luego el mandatorio recorrido costanero para contemplar los barcos y seguir el trajinar de pescadores en sus yolas retornando al atardecer. Más allá, yo oteaba el horizonte y sus misterios. El otro premio lo proporcionaba la visita deleitosa al Parque Ramfis, con una inmensa piscina ovalada, juegos infantiles, gimnasio, pajarera y acuario, pista para bicicleta y patines. Me encandilaba su cautivante estética geométrica y esos planos limpios, todo de cara al Mar Caribe. Como si fuera un gran portaviones de diversiones. Desafiante.
Era la antigua Plaza Colombina convertida en 1937 en hermoso y funcional Parque Infantil. Un proyecto ejecutado bajo la dirección de Moncito Báez, diseñado por el arquitecto Guillermo González con decoración primorosa de Henry Gazón, mi vecino de vaporosos sueños hechos realidad -el de la Casa Vapor. En el ángulo suroeste de esta plaza, como símbolo viril de una urbe que resucitaba de sus fatídicos escombros, se erigió el Obelisco “macho”, conmemorativo del cambio de nombre a la villa del Ozama por Ciudad Trujillo (1936), dibujo de planos Alfredo González, cálculos estructurales Antonio Thomén, ejecución impecable de Rafael Bonnelly, inaugurado con batería de cañonazos en enero 1937.
A la diestra de esta pieza monumental se levantaría la sede central del “glorioso” Partido Dominicano (Rectitud Libertad Trabajo Moralidad: RLTM, Rafael Leonidas Trujillo Molina, para que no cupiera duda). De frente al mar –no de espaldas-, arquitectura de Henry Gazón y construcción de Rafael Bonnelly. Una maquinaria monolítica estructurada para el control político de la dictadura.
Antes de traspasar este límite en dirección oeste, conviene consignar que frente al Placer de los Estudios se edificó en 1911, bajo el gobierno de Mon Cáceres, el Gimnasio Escolar, remodelado en 1920 y luego del ciclón del 30. Un estadio ubicado entre la José Gabriel García por el frontón norte y las calles Pina y Cambronal por los laterales, donde durante varias décadas se practicaron deportes incluido béisbol, competencias atléticas y gimnásticas, exhibiciones de destrezas ecuestres, con el masivo entusiasmo de los capitaleños. La historia del deporte y los juegos olímpicos está asociada a este hábitat marino, como lo evidencia Gonzalo Mejía en su formidable libro El Deporte Dominicano y su Entorno hasta 1963, con material fotográfico ilustrativo de las disciplinas que se practicaban. El Matadero, un sólido edificio de ribetes clásicos remodelado y ampliado por el Ing. Osvaldo Báez en los inicios del siglo pasado, ubicado en la terminación de la Palo Hincado, no sólo alimentó de carne a los habitantes de la urbe hasta su demolición en 1943 para empatar el Paseo Presidente Billini y la Avenida George Washington. También dio muchas tripas que comer a la fauna marina costera.
Ni hablar del barrio festivo de La Misericordia, nucleado en torno a la famosa Puerta tan cara al estallido libertario febrerista y solar del Arzobispo Portes, de cuya multifacética dinámica da cuenta minuciosa Francisco Veloz Molina -padre memorioso de nuestro gran Marcio Veloz Maggiolo. En casa de mi bisabuela Gabina García –“alta, blanca, muy hermosa, de ojos azules” me la describió admirado Cundo Amiama, madre del Dr. Abelardo Piñeyro, farmacéutico y pintor, y de los mellizos Luis Temístocles y Francisco del Castillo-, se refugió la familia Veloz a raíz del huracán que en 1894 asoló la ciudad en tiempos de Heureaux. Quien gustaba del sector, donde era popular, ya que tenía una casa en el cuadrante en que se levantó el Club de la Juventud (19 de Marzo, Portes y José Gabriel García), conocida como el Jardín de Lilís.
La Avenida George Washington se inició en 1931 desde la Sabana Larga (Presidente Vicini Burgos) con los trabajos de desbroce y limpieza del litoral llevado a cabo por brigadas de presos y sus custodios auxiliados por yuntas de bueyes, tras San Zenón. Al frente un joven temerario ingeniero municipal, Moncito Báez (hijo del Ing. Osvaldo Báez, de quien heredó la vocación y las funciones), invadiendo sin permiso estancias solariegas de familias notables, hasta llegar con su impulso volcánico a Güibia. Opuestos activos Damián Báez, presidente de la Suprema, los Galván, Lovelace y Vicini. Pero detrás del profesional de 22 años se colocó el presidente Trujillo, quien le dobló la dotación de presos y le instruyó para detenerse sólo si se lo ordenaba. La idea original era llegar hasta San Gerónimo. Pero esta vez el clareado sólo alcanzó hasta Güibia.
La obra de construcción de este primer tramo de la Avenida George Washington fue asignada a la Oficina de Mr. Roger, ingeniero asesor de la Presidencia, en cuya plantilla laboraban los ingenieros José A. Fernández, Aníbal Alfonseca, Desangles, entre otros, tal como lo consigna el pionero de los trabajos en su libro Por qué Santo Domingo es Así. Previo a su inauguración en febrero de 1936 el proyecto tuvo otros nombres: Avenida Colombina y Presidente Trujillo. Pero el “Ilustre Jefe”, en “gesto magnánimo”, le cedió el lugar a George, padre fundador y primer presidente de la patria que le puso el uniforme. Como haría, con aguzado olfato geopolítico, al designar US Marine Corp a la avenida que enlazaría el Paseo Presidente Billini con el nuevo Puerto de Ciudad Trujillo, construido entre 1936-38. Al pie de la Fortaleza Ozama (Fort Ozama durante la Ocupación), donde T hizo su carrera meteórica como marine de la Guardia Nacional.
Justo hasta Güibia llegó este primer jalón costanero de la Era. El balneario por excelencia de los capitaleños, solar de paseos refrescantes, pasadías, competencias en la playa, bailes, celebraciones patrióticas como la efectuada al salir las tropas yanquis del país en 1924. Lugar que inspiró con su magia seductora a poetas, enamoró a Contín Aybar de su apolíneo Biel, el joven marino que jugaba con las olas. Deslumbró a refugiados europeos que arribaron en los 40, maravillados ante la belleza mulata y el tan-tan de los tambores afro. Allí también, desde niño, planté mi huella nostálgica…
Quien nos gobernó con puño despótico por 31 años fue un enamorado de ese litoral Caribe. Se apropió de la casa quinta del empresario boricua Santiago Michelena para residir en ella, destinándola luego a Cancillería. Hizo edificar el icónico Hotel Jaragua, inaugurado en 1942, donde acudía habitué a disfrutar de las orquestas de Alberti y Morel, con funciones en el Patio Español. Lo mismo el glamoroso Casino de Güibia (hoy penoso Club de la UASD) y la Estación de Policía (Adrian Tropical). Sobre la calzada, bajo los almendros coloquiales devastados por la mediocridad municipal –piénsese en la famosa llave de agua como símbolo-, realizaba el dictador sus caminatas diarias con la fresca salitrosa. Expandió la vía llegando hasta la Feria de la Paz, una vanguardista ciudadela que todavía perdura, pese a los zarpazos del tiempo, exhibiendo los talentos de nuestros mejores arquitectos. Levantó el Banco Agrícola. Prolongó el paseo hasta la Feria Ganadera y más allá. Donde un 30 de mayo encontró la justa muerte, la que tenía merecida por sus macabros desmanes.
Antes de quemarse en el infierno, disfrutó como el que más los desfiles de adhesión a los que nos veíamos obligados, como el del Millón. El Corso Florido de Angelita Primera, su preferida, que viví infante desde la tarima contigua a la suya, tras ser introducido ante “el Jefe” por mi primo doble César Augusto Piantini del Castillo, mi entrañable Bon, con don Cucho cariñoso a su lado.
Por esta y otras historias que ya he contado antes –cada generación reivindica la suya-, me duele el descuido oficial en que se halla hoy esta vía esencial de nuestra urbe. Aunque, al decir nerudiano, “nosotros los de antes ya no somos los mismos”, me resisto a morir con el Malecón.