El instinto de los virus

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El autor es economista. Reside en Santo Domingo.

El instinto de los virus es mantenerse con vida. Como instinto, no es un pensamiento racional, lógico. Es una pulsión tan inexplicable como irrefrenable que, irónicamente, es la que garantiza la supervivencia. El instinto de conservación. No lo tienen únicamente los organismos microscópicos, se alberga en todo ser vivo. En la lucha por la vida hay una cadena alimenticia: hay predadores y hay presas. Hay presas que son, a su vez, predadores. Se supone (de forma absurda) que el ser humano se encuentra en la cúspide: es predador sin predadores (homo homini lupus), la inteligencia es el recurso superior, etc. Finalmente, para la estabilidad de las especies (en cuanto a número), debe existir un equilibrio “ecológico”: si desaparecen las presas de un predador, éste eventualmente desaparecerá. A la vez, el predador de este predador, y así en línea dependiente ascendente. Por ejemplo, el animal “racional” destruye con su forma de vida neurótica las posibilidades de sobrevivencia de sus presas, sobre todo la flora. Se suicida lentamente pretendidamente dando mayor valor a la calidad (mejor aunque sea poco) que a la cantidad. O sobrevalorando su capacidad para remontar sucesivamente las crisis que recursivamente va provocando.

Sobrevive la especie en el organismo y en su descendencia, reproducirse es la mitad del instinto de conservación. Pero se trata de una lucha: las presas buscan conservarse y reproducirse, cuando son el blanco de quienes están obligados a destruirlas para validar el mismo principio. La conservación de una especie despende de la destrucción relativa (no pueden erradicarse por el asunto aquel del equilibrio) de otra. El león vive de la gacela, que persigue y mata. Sin embargo, si se las come todas está condenando su propia sobrevivencia.

En la lucha cotidiana, el predador se va por las presas más fáciles: las más jóvenes, las más viejas, enfermas o pequeñas. La razón es obvia. Hay manadas que son imposibles de atacar, o animales particulares que tienen un sistema defensivo (el puerco espín) inexpugnable. Los virus atacan primero a los tejidos enfermos en la periferia. Aguardan hasta reproducirse suficientemente. Luego avanzan, sobre los tejidos enfermos o débiles más al interior. Hasta que logran la fuerza suficiente para librar cualquier batalla, ningún tejido u órgano se le resiste. Ya el sistema (el organismo) está a su merced. Esta es la lucha por la sobrevivencia que ha estado en operación desde que apareció la materia orgánica en esta esquinita del espacio que llamamos Tierra. Bien, este modelo tiene muchas aplicaciones.

Giremos el lente, ahora, y coloquémonos en el espacio (literalmente) de la economía. Este espacio (terrenal, social, cotidiano) lo podemos dividir en privado y público. Mi casa (mi solar, mi finca, etc.) son espacio (propiedad) privada. Las aceras (los parques, calles, carreteras, etc.) son espacio público. El espacio privado es de uso exclusivo de su propietario, el público es de uso abierto, general, en principio nadie puede ser excluido. El ejercicio del derecho sobre el espacio privado es expedito al punto del uso personal de la fuerza (una extensión de la legítima defensa), contrario al derecho sobre el espacio público. ¿De quién es lo público? De todos. ¿Y quiénes son todos? Pues, todos. ¿Quiénes? ¿Yo? ¿El vecino? ¿Yo y el vecino? ¿Yo, el vecino y el barrio? ¿Todos estos y la fuerza pública? El espacio público está sometido a una miríada de tonos, opiniones y mediaciones que hacen su defensa (por quien sea) increíblemente compleja. Por eso, como dijo un economista, tenemos automóviles de lujo, recién lavados y encerados, en calles ruinosas, sucias, abandonadas por todos. Si no me creen, miren alrededor.

No existe una economía teórica para lo público en razón de que el elemento de conversión (de intercambio: el dinero) es muy complejo y cambiante. Por ejemplo, un terreno público (un parque, un pedazo de acera) se puede dedicar a una actividad privada (un parqueo, un taller, una fritura) en función de la “política social”, de la indiferencia oficial, de la fuerza institucional (un “guardia”) o de la pura fuerza física (un come hombre). El espacio de lo privado es otra cosa, para ver lo cual sólo hay que abrir un libro suavemente balanceado de microeconomía. Irónicamente, una sociedad más madura y feliz es aquella que ha logrado desarrollar una mayor provisión de bienes y servicios públicos respecto de los privados. No es sólo que no todos podemos tener un parque privado en el patio (y un museo, una playa, un bosque) sino por la inevitable socialidad de la utilidad: una casa de diez habitaciones no sirve de mucho si no se tiene con quien disfrutarla (ni el carro de lujo, el yate o los clubes exclusivos). Estamos condenados a la sociedad objetiva y subjetivamente. El dilema es bastante claro, y si antes no se planteó más abiertamente (libre mercado vs. Planificación, libertad vs. Igualdad, etc.) fue por las implicaciones de política real del tema. Huelga decirlo, no está resuelto, y no puede ser de otra manera cuando ni si quiera se ha planteado con franqueza.

Aunque traigo el tema a colación en razón de la invasión haitiana a la República Dominicana. También me recuerda la teoría de la renta de la tierra de Ricardo: las tierras remotas, rocosas, estériles, no pagan renta. La renta es el diferencial de productividad de la tierra central (y, por ello, fértil) y la tierra marginal. Los desplazados pobres se van asentando en los cinturones de miseria alrededor de las ciudades. Allí no hay electricidad, agua corriente, calles, transporte, seguridad. Sólo existe el Estado represivo. Pero allí no pagan renta. Están lejos de la ciudad, pero a la vez suficientemente cerca como para vivir de sus desperdicios. De su desprecio o sus despojos. Quizás hasta de una actividad de pésima remuneración: recogiendo botellas o cartones. Pedazos de metal. Friendo empanadas. De portero… La economía no es un romance, un relato universitario. La economía es el sudor y el esfuerzo cotidiano, la expectativa ansiosa y la frustración. (En esto yo mismo estuve engañado muchísimo tiempo)

Los haitianos han penetrado el cuerpo social como lo hace cualquier organismo ajeno y extraño: por la periferia, por las partes más débiles. Donde no hay Estado, ni siquiera el represivo. La economía “institucional” de la República Dominicana se ha encogido a las ciudades de Santo Domingo y Santiago. Fuera de aquí están, en el campo (no en todo el campo), la agricultura, y en la playa (no en todas las playas), el turismo. Fuera de eso, hay poca cosa: tierra marginal. Desprotegida, abandonada, improductiva. Por ahí empieza la penetración.  Pero por pequeña que sea la ambición, más adelante hay más. Hay más comida, más riqueza, más ingreso. Mejoran las posibilidades. Entonces avanzan: hacia donde hay más derroche, dispendio, desperdicio. Hacia donde hay empleos de baja remuneración. Aunque esos salarios no alcanzan para alquilar un apartamento… Para eso están las zonas marginales.

Pero hay hordas completas que no pueden ser absorbidas (menos asimiladas) por la economía productiva. Es keynesianismo básico, la que determina el nivel de ocupación es la demanda efectiva: no hay agricultura para emplearlos a todos, ni construcciones, ni porterías… No hay ni siquiera suficiente espacio físico en el centro. No hay cama para tanta gente, pero tampoco es que el panorama va a cambiar. No es que la población invasora de repente va a ir a las instituciones técnicas y académicas para formarse y mejorar su productividad. No, pelearán con los nacionales y entre los mismos migrantes por el dispendio de la economía productiva, o por sus actividades marginales (e informales). O por la absorción que representa la delincuencia. Han venido desde la periferia remota a la periferia cercana. Luego al centro marginal, donde prevalece el Estado político (delincuente impune). Los espacios públicos defendidos por nadie. Los irán ocupando hasta que no quede espacio (como en la Duarte con París). Y luego, cuando no quede espacio público disponible, pues… no sé. Mientras, cuide lo suyo, que le pueden dar un susto. Porque el espacio y la tierra, hasta ahora, no se pueden reproducir como si fueran tornillos.

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