Ni patriota ni nacionalista

 
Fue un intelectual  ya fallecido llamado Chito Henríquez quien, siendo yo un jovencito, me dio a entender el odio visceral que sienten  rancios sectores de la dominicanidad por lo negro y mulato de buena parte de la población. Confrontamos una seria discusión, cuando intentó abusar de un negrito limpiabotas al que le vociferó: ¡Estos malditos haitianos!
 
Sin embargo, con menos contundencia, cuando apenas estaba en tierna adolescencia; observé como mi único hermano de madre se ofendía y estuvo al punto de golpear a un señor cuando éste le inquirió sobre si era de raza haitiana. En el momento no entendí porque Alfredito (Makikí), reaccionó tan airadamente,  cuando su origen es de un país afro-caribeño.
 
Alguna vez, José Pimentel Muñoz me dijo que de los muertos no se debe hablar. Es decir, que se debe respetar la memoria de los difuntos. Le di delete a un artículo, obedeciendo al sabio consejo de Pimentel Muñoz, editor de este diario digital. No obstante, entiendo que los periodistas no cooptados por ciertos  intereses “corporativos”, debemos narrar sucesos que delaten abusos, corrupción, prejuicios y discriminaciones. Porque en suma, la historia no es más que un rosario de sucesos que nos dejan un legado de  paradigmas y afrentas. 
 
Chito Henríquez me pidió disculpas  luego de que mi padre; en vida  su amigo, le dijera que yo era su hijo mayor. Realmente, en esos tiempos, cuando me desplazaba hacia la hoy peatonal calle El Conde, algunas personas, entre ellos amigos de mí progenitor que no me conocían; me  miraban con  desprecio y como bicho raro. Supongo que otros jóvenes de la parte alta de la capital fueron tratados de igual forma.  
 
Pero al margen de ello, luego comprendí  el por qué Makikí se molestó, cuando le confundieron  con un haitiano, siendo hijo de dominicanos. Hace tiempo que en nuestro país, sectores retardatarios, en muchos casos, no sólo se odia a los pobres sino  a todo el que se cree, es descendiente de padres haitianos.
 
Siempre he creído que los periodistas sensatos, no dependientes de imposiciones de quienes dominan a su antojo la cosa pública; debemos desnudarnos y contar historias  como ésta. Si los discursos, artículos y certeros análisis denunciando una realidad,  no surten efectos, tenemos  que superar las denuncias convencionales. Hay que narrar  anécdotas e historias que sirvan de referentes y muro de contención, ante la anomia que nos asalta.
 
Me resisto a abjurar de prístinas convicciones. No puedo discriminar a los dominicanos con ascendencia haitiana, si con ello incurro en una especie de “cainismo”, es decir, la tendencia que tienen ciertos polluelos de matar a sus hermanos, por instintos irracionales, o sobrevivencia animal. Lo que en suma se corresponde con la trama de un organismo aquelárrico como el Tribunal Constitucional (TC), que, con fines políticos de permanencia, pretende que los pobres odien a los pobres.
 
Si con esa actitud se conjurase el lastre por la que atravesamos los dominicanos y más de un millón de nosotros no estuviésemos extrañados; fuera de nuestro lar, al igual que una vez ocurrió con los padres de  nuestros  conciudadanos de ascendencia haitiana,  tal vez fuera decididamente intolerante y asumiera la marrullería de que son migrantes transitorios.  
 
No sé hasta dónde una nación que celebra  festividades y rememora efemérides de potencias extranjeras; no tiene una certera política de migración y está apabullada por la corrupción;  endeudada hasta los tuétanos; entrega olímpicamente, entre otras, sus riquezas mineras y energéticas y, un desvelo de sus autoridades es perseguir a sus hijos descendientes de haitianos; puede considerarse soberana.
 
A todas luces, en estos momentos, presumir de soberanos, patriotas y nacionalistas en un país como el nuestro, deviene  en una quimera o utopía.
 
Entre tanto, si se entiende así, asumo la posición de ser un resentido anarquista, pero coherente. Es decir, ni nacionalista ni patriota, pero firme en la decisión  de no desclasarme. Prefiero ir al infierno y no a la gloria con estos inquisidores. Y repito una vez más: “al diablo no se le cree, aunque diga la verdad”.
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