Los hombres sí lloran, Doña Chea (Carta a mi madre recientemente fallecida)
Mi amada doña Chea:
El pasado miércoles, cuando José -acaso el más sobrio, racional y centrado de tus seis hijos- desafiaba la opresión de la tristeza y el sopor de la tarde naciente para rendirte un homenaje postrero con su verbo elegante y preciso, tuve por momentos la intención de seguirle en el uso de la palabra para referir una historia real que habla mejor que nada de tu carácter como madre y como maestra doméstica.
No pude hacerlo, sin embargo, y no sólo porque el dolor me paralizaba (embotándome por fuera y por dentro), sino también por algo que mis abundantes canas y arrugas ya me permiten reconocer sin ambages ni melodramas de conciencia viril: no soy nada bueno para la retórica oral en momentos de tensión emocional, pues me quiebro como un rama seca.
Por eso, aprovecho ahora que estoy en la soledad de mi casa (como sabes, Negra se fue nuevamente a Nueva York debido a una cita médica y otros asuntos pendientes, y los muchachos ya tienen edad suficiente como para manejar sus agendas individuales en un mundo que consideran situado a sus pies) para recordarte esa historia que no pude relatar ante tu féretro en el cementerio, y que representó para mi una imperecedera lección de personalidad, actitud y genio.
Corría el mes de enero del traumático año de 1977, y aquel día que hoy rememoro el rumor había corrido tanto desde tempranas horas de la noche (“de boca a oído”, básicamente) a lo largo de la antigua calle 29 del Ensanche La Fe, donde residíamos a la sazón, que hasta los más incrédulos vecinos lo repitieron con aire de absoluto convencimiento:
-¡Mataron a Papi el de Chea en “la Fidel!”.
No lo sabías entonces, obviamente, pero eso no era cierto: en realidad, yo (la “oveja negra” de tu amado rebaño, en esos momentos un imberbe que acababa de cumplir diez y siete años) había resultado herido durante un tiroteo escenificado al anochecer de ese día en el Liceo Nocturno La Fe (“la Fidel”, para todos, debido a que en horario diurno funcionaba la “Escuela Primaria Urbana Fidel Ferrer”), y aunque el proyectil había pasado a escasa distancia de mi abdomen (dejándome una ligera quemadura de piel) milagrosamente sólo llegó hasta mi brazo derecho.
Esa noche mi amigo José Luis Rodríguez me brindó “auxilios” preliminares en la casa de una conocida suya que vivía frente al liceo (limpiando la herida con agua caliente y colocándome su pañuelo negro alrededor del brazo), y más adelante fui asistido por el doctor Guillén, profesor de Anatomía del mismo centro de estudios, quien me sacó furtivamente de los entornos en su vehículo (pues ya la Policía Nacional se había apersonado y practicaba detenciones indiscriminadas de estudiantes). “Tienes suerte”, me dijo el generoso galeno después de examinarme, “pues la bala no te afectó ni músculos ni huesos”, al tiempo que me recomendaba acudir a una clínica no muy conocida para que me hicieran las curaciones de lugar.
Como era de rigor por la época, le pedí a José Luis que nos separáramos para que no resultara detenido en el caso de que la policía me encontrara (tenía razones para suponer que ya se me buscaba), y preventivamente deambulé durante casi dos horas por las calles del Ensanche La Fe antes de encaminarme hacia la 29. Debían ser como las 9 de la noche cuando llegué a la esquina formada por esta última calle y la Francisco Villaespesa, y aquí viví una ocurrencia extrañísima: casi tropecé con don Frank Hidalgo, ministro evangélico y padre de mi buen amigo Miguel Ángel, quien al verme, como si estuviera en presencia de una resurrección, se lanzó a mis pies y, de rodillas mientras levantaba una biblia con la mano izquierda, exclamó: “¡Aleluya, Señor! ¡Tú si eres grande! ¡Yo te lo pedí y tu me lo concediste! ¡Este muchacho está vivo para tu gloria y testimonio!”.
Sorprendido y un poco avergonzado, sólo atiné a levantar a don Frank del suelo y, tras darle las gracias, caminé apresuradamente hacia mi hogar, distante apenas unos cincuenta metros de la intersección citada. Cuando llegué, varios vecinos se agolpaban en la puerta y alguien gritó: ¡Está vivo! ¡Está vivo!”, en tanto yo comencé a abrirme paso franqueado por mi hermano José, quien -en su invariable estilo de preboste moral- tan pronto me alcanzó a ver, con el rostro un poco descompuesto por el enojo, había salido de la casa a buscarme y, sin darme tiempo ni siquiera para respirar, virtualmente me arrastró hacia el interior.
José me condujo firmemente hacia la cocina, situada al fondo de la casa, y fue entonces cuando tuve ante mi una de las imágenes más desgarradoras de mi vida: tu estabas sentada en una vieja silla de guano, con la cabeza colocada hacia atrás en señal de desasosiego, rodeada por mis hermanas menores y algunas amigas de la familia, sollozante y temblorosa, doblegada por una desesperación que jamás había visto en ti, pues para nosotros siempre habías sido la fortaleza y la bravura convertidas en mujer. Fue la única vez que vi lágrimas en tus ojos.
No recuerdo exactamente cómo fue, pero creo que reaccionaste ante el sepulcral silencio que se apoderó de la estancia al notar todos mi presencia. Lo que sí tengo indeleblemente en la memoria es lo que aconteció inmediatamente después: me miraste primero con aire de absoluta incredulidad y, luego, con ese amor enfebrecido e ilimitado que sólo puede salir de una madre, y tras limpiarte las lágrimas con un paño que sostenías en la mano derecha, literalmente saltaste de la silla y me diste el abrazo mas intenso que me hayan dado jamás.
Tampoco podré nunca olvidar mientras vida tenga lo que hiciste a continuación: me susurraste al oído “No llores, que los hombres de verdad no lloran, y tu eres ya un hombre”, al tiempo que mirabas a José (por la época estudiante de término de Medicina) y le decías en tu tono inconfundible (directo, seguro, inequívoco, sin confusiones ni dudas de ningún tipo): “Trae tus cosas de médico, que lo vamos a curar ahora mismo y como debe ser”. No hubo necesidad de que hablaras más: al sentir el peso de tu mirada, los presentes que no pertenecían al ámbito familiar salieron de la cocina, respetuosamente, como en fila india.
Así de fuerte, voluntariosa y decidida fuiste siempre, aún en los últimos años, cuando las enfermedades y el tiempo biológico flagelaban lentamente tu cuerpo y tu alma: te vimos persistir en tus creencias, en tu devoción por la verdad, en tu carácter de madre protectora y maestra de la sabiduría cotidiana, en tu indeclinable espíritu justiciero, en tu talante de “genio y figura…”, y sobre todo en tu postura de guerrera indomable frente a la vida y los desafíos del existir.
Por supuesto, madre, como seguramente estarás mirando y comprobando desde el lugar donde ahora te encuentras por inexorable mandato del Todopoderoso, en una cosa sí que te equivocaste de medio a medio: los hombres también lloran, y yo lo estoy haciendo ahora desenfrenadamente, sin rubor ni vergüenza, porque siento en estos instantes el inmenso vacío que nos ha dejado tu partida…
Te amo y te amaré siempre, doña Chea!
jpm