Los hombres de la raza de oro

 El Estado concebido por Platón es una idealización; una utopía, como propiamente dicho lo es también la imaginaria comunidad de Tomás Moro. En esa sublimidad intencional reside, no obstante, su proverbial contribución como guía de inestimable valor y referente ético para la clase dirigente empeñada en organizar y gobernar sabiamente a la sociedad.

 

No es de extrañar que el conspicuo filósofo destaque las condiciones que se requieren en un gobernante, asociándolas a la nobleza que distingue al oro del resto de los minerales. La cualidad incorruptible de este excepcional elemento de la naturaleza, le tributa el mayor valor intrínseco entre todos los metales preciosos.

Su empleo en obras egregias, las finanzas y la literatura, viene de antaño. El Arca de la Alianza, la fiebre de los aventureros de California y el patrón de toda una era monetaria, fueron de oro. Meriño tuvo pico de oro por su prodigiosa elocuencia retórica, y gracias a su connotada relevancia, el petróleo es el oro negro. También de oro sigue siendo la medalla olímpica mayor, y fue en el Siglo de Oro español que el arte y la literatura florecieron como nunca antes.

 Nucleando la fábula magistral desarrollada por Platón en el libro tercero de La República, aparece la raza de los hombres de oro, durante el diálogo que tiene lugar entre Sócrates y su discípulo Glaucón. Se trata de los hombres llamados a gobernar un Estado hipotéticamente conformado por tres clases sociales, cada una de las cuales tiene su origen mineral en un metal específico.

 La constitución esencial de los hombres sería parecida, si todos fueran hijos de la tierra. Se diferenciarían solo por el elemento concreto con el que habrían sido individualmente creados. Los dioses helenos de la fábula socrática, habrían puesto oro en la composición de los hombres predestinados a gobernar, y por tanto su valor sería superior al del resto de sus congéneres. A sus auxiliares, los habrían hecho de plata; y a las propiedades ingénitas de labriegos y artesanos, les habrían puesto bronce o hierro.

 Eventualmente, sin embargo, todos podrían engendrar hijos de otra raza distinta a la suya. El gobernante, perteneciente siempre a los hombres de la raza de oro, debería por tal motivo fijarse bien en la combinación de metales de quienes habrán de relevarlo en la delicada tarea de conducir el Estado.

De modo que, si aun en su propio hijo hubiese bronce o hierro, consienta que su valor real lo condiciona a formar parte de la clase de artesanos y labradores, jamás de la clase de los hombres que dirigen la nación, ni de la que integran quienes ayudan en ese ingente propósito. La República perece cuando está cuidada por el bronce o por el hierro, suplantando al oro del que están constituidos los hombres capaces de llevarla a un estadio de bienestar.

 La sociedad podría ganar enormemente, si las riendas del Estado se hallan en manos de unpequeño número de hombres selectos y de sabio consejo, como aconseja Sócrates. Sería imprescindible para que opere fundado en la prudencia, la fuerza y la templanza. Estas tres virtudes amalgamadas en las proporciones debidas, equilibrarían la toma de decisiones, de manera que sus efectos redunden siempre a favor de la prosperidad y la felicidad colectivas.

De asentarse, además, la justicia social como pilar ético del ejercicio gubernamental, la consecución de estos dos últimos objetivos estaría casi asegurada. Faltaría solo que la sociedad se decida a escoger a sus gobernantes entre los hombres de la raza de oro, para que así la certeza esté garantizada por completo. 

 

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