La procesión que inició el 30 de mayo

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EL AUTOR es político. Reside en Santo Domingo.

La procesión venía de muy lejos, tan lejos que había olvidado el punto de origen, olvido que es el enemigo jurado de la memoria histórica de los pueblos, tan lesivo para glorias como latrocinio.

El ejército de reverentes  se veía desdibujado por la distancia. La soldadesca luchaba ferozmente contra el viento cargado de viejo polvo que se acumulaba en el atuendo señorial, inclinándose hacia adelante para vencer la resistencia y avanzar críticamente contra un futuro que anunciaba implacablemente volverse presente.

Su edad trascendía las tres décadas de camino, con huellas visibles de polvo y cansancio, avanzada de tufo a tiempo corroído, glamur oxidado, pólvora y romo de pueblo, encorvada por años de intensa gloria y pesar, con pisada de tropa diezmada hasta el hastío, resistiéndose al decreto de la historia, amenazada por la ley biológica que blandía su espada insobornable.

Parecía presentir que era su última marcha, litúrgica como siempre pero exhausta de vanagloria, todavía seguida por cientos de miles de almas, las mismas que celebraron delirantemente la coronación de la era, hacían casi alucinógenos 31 años, y seguían con los mismos cánticos de alabanzas, enronquecidos por el tiempo.

Aquella era una inveterada procesión que comenzó pletórica de alegría, alegría tan intensa como su carga de irredención, expelida por el cadáver de la esperanza muerta que cargaban como crucifixión desde que surgió la república en 1844.

En ese delirante momento de la historia del pueblo dominicano,  en 1930, las masas decidieron sostener con devoción lo que adoptaron como  el altar de su redención clasista, hartos de montoneras y santos aristócratas, cuya prosapia los hacía nacer bautizados de absolución e irritantes privilegios, la misma absolución que se heredó de la Era Medieval revestida de contemporaneidad, la que prohijó la hereje excomulgación de Lutero en 1521, erigido en cuna de oro del protestantismo. Por eso se hincaron frente al altar y venían cargando al santo mayor desde hacía casi 31 años, en posesiva procesión.

En aquel álgido punto de origen, como feligresía social huérfana, comulgaron con la traumática emersión de la era, con hálito de alegría de clase semejante a la posterior santificación de Martín de Porres Velásquez en 1962, por el que llamaban el Papa bueno, Juan XXIII, que alivió la imagen racista eclesial histórica de América hispánica.

Así se sintieron esas masas creyentes cuando subió uno de los suyos, de su clase, de su pobreza secular, de su nicho de discriminación social, ansiosos por beberse el agua de la venganza y refrescar el rencor social causado por una estirpe que no los odiaba por su raza, pero los discriminaba y sojuzgaba por su inferioridad clasista y cultural, élite social ideológicamente fascista que todavía reclama medalla de adalid de la libertad y la democracia en la historia nacional.

Horacio Vásquez, un anciano enfermo empecinado en burlarse de la muerte política ya decretada por los tiempos, manchó su historia retorciendo la Constitución de la República, aportando al nacimiento de la era, creyendo que aún estaba entre los vítores del tiranicidio de Ulises Hilarión Heureaux, mejor conocido como Lilís, ocurrido el 26 de julio de 1899.

En aquel calenturiento momento de la historia, 16 de agosto de 1930, paradójicamente nacería la era que ordenaría la manigua política y redimiría la república como proyecto de nación. La espera de la gleba social más discriminada había sido de 31 largos años para volver a ver a uno de los suyos subir al altar mayor, desde que el negro puro de ascendencia haitiana con apellido francés, se impuso por su inteligencia montaraz, su hechicería temerosa y su valor espartano, logrando subir al altar, aceptado más por miedo que por amor al prójimo, en 1882, recibiendo el cetro de la mano de excelso tribuno Fernando de Meriño.

El orgullo de los irredentos de siempre subió tan alto el 16 de mayo de 1930, que al “benemérito” lo ungieron el 16 de agosto del mismo año, vistiendo un traje similar al lucido por el negro lustroso que en 1882, por su valor y prestigio, “profanó” el altar del abolengo clasista que se había apoderado de la república desde su nacimiento en 1844, por causa del excelso humanismo del fundador de la nacionalidad, el Dios de la patria, Juan Pablo Duarte y Díez.

Ese protervo abolenguismo encarnado en muchos de los hombres que gobernaron la república y que llevó a Pedro Santana,  al verse en decadencia, a decidir volver a declararse siervo de la corona española en 1861, a cambio de entregar el altar de la patria, en aras de preservar su trasnochada progenie, ha sido una maldición histórica.

Al llegar al ciclo de 1961, la era aún era cargada como un altar, aunque lo nieguen los falseadores de eslabones históricos, por  cientos de miles de hombres y mujeres de pueblo, cuyas mentes habían quedado enredadas en las telarañas de la intrincada historia que habían vivido, arengados por una élite de corifeos y doctrinarios del culto a la personalidad, expertos en el manejo del código de reverencia y genuflexión a la “divinidad” de Alejandro Magno llamado “proskinesis”, alumno del gran filósofo griego Aristóteles, adaptado al criollismo nacional.

Era verdaderamente admirable que el grupo de doctos más cimeros de la procesión que salió en 1930, constituían una verdadera estirpe académica e intelectual de relieve enciclopédico, expertos espiritualistas sociales, capacitados para poseer almas y construir mitos, alquimistas de poder que han existido siempre, desde que el hombre es hombre, una especie de “asesinos sublimes en serie” de la conciencia de los poseedores de dotes dormidas que son las grandes mayorías de las sociedades humanas, en todos los tiempos.

Llegado el inexorable punto crítico que dictamina la evolución de las cosas, la procesión colisionó virulentamente con la historia. El balance fue solamente la decapitación, ni cayó la era ni se honra a los verdaderos héroes de su decadencia. Se volvió ilustrada y policefálica.

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