La novela que leí de un tirón

Si no me equivoco -o me falla la memoria- tenía quince años cuando leí por primera vez “Cien años de soledad”. Y creo también que la compré con los pesos que me ganaba como aprendiz de hacedor de guacales –para tomates- de cáscaras (o más bien, de desechos) de un árbol que mis maestros –don Modesto y don Rafael- llamaban Almácigo. Recuerdo hasta la portada de aquella edición impresa que compré: tenía una fotografía-closeup que recreaba, en verde y marrón, unas hojas –secas y rojizas- esparcidas sobre la tierra. Y al abrir el libro –aún lo recuerdo-, se escapaba un olor a hierba, a flores y a tierra mojada. Era increíble aquella relación libro-naturaleza y aquel olor tan intenso a libro nuevo. Había también, en aquel éxtasis de encanto y ensoñación (el acto o ejercicio de leer), algo de magia, de frenesí y de poesía. No sé. A seguidas, estaba leyendo y visionando aquel universo maravillos Macondo. Ya atrapado, en el laberinto del “realismo-mágico” de una historia tan real e inverosímil, entonces, avanzaba, avanzaba, avanzaba, en su lectura, sin reparar en tiempo, escuela, tareas, ni muchos menos, en aquel jarro de café y los tres panes con mantequilla Amapola (porque la Sosua era inalcanzable al exiguo presupuesto familiar) que les llamábamos “cebo de carreta” con que cada mañana mi madre acostumbraba desayunarnos a mi y a mis hermanos. Aquel domingo –que no recuerdo de qué año-, amanecí leyendoCien años de soledad, y ya el lunes –como a las ocho de la mañana- terminaba aquella aventura maravillosa del espíritu que, al mismo tiempo, excitaba un hábito (la lectura) que se hizo, con el tiempo, irrefrenable y voraz. Después de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez –como escritor y ser humano- se me quedó en el subconsciente de mis lecturas irrenunciables y hasta creo que él, Borges y Balzac poblaron mi imaginación de fantasías, de sueños despierto, de lazos familiares, de rostros conocidos, de valores, de fobias, de penurias, de encuentros y desencuentros, y de aquellos altercados de puñales y cuchillos, y de libros que nunca existieron y que sólo Borges se inventó. Y hubo una frase –en Cien años de soledad- que jamás se me olvida, por ser recurrente en mi memoria, quizás fijación, o talvez, aspiración sobrenatural, quién sabe: “…que uno no se muere cuando debe sino cuando puede…”. Por ello, para mi, Gabriel Garcías Márquez no ha muerto. Lo digo, porque ya él lo escribió –en boca del coronel Aurelio Buendía- en su novela cumbre; y la repito otra vez: “…que uno no se muere cuando debe sino cuando puede…”. Si alguna duda, volvamos a su universo…, y allí, lo sabremos y descubriremos como tantas veces… Ahora –a modo de agradecimiento infinito por el privilegio de haberlo leído, disfrutado y querido, sin jamás conocerlo (como, quizás, toda su inmensa legión de lectores de todo el universo y lenguas)-, un adiós al maestro de “lo real-maravilloso” que el Caribe colombiano parió. ¡Hasta siempre!

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