La niña y la flor
Eran aproximadamente las seis de la tarde de aquel día nebuloso. Estaba tan turbio aquel día que la figura de la gente era vaga en el fondo del crepúsculo y a penas permitía que se vieran las piedras milenarias colocadas por la historia en la vereda del jardín de tantas ilusiones de infanta vagando perdido en medio de flores y senderos perfumados.
El ambiente invernal en aquel atardecer neblinoso y cielo de un gris deprimido que hacía de París una ciudad como de fantasmas, muy parecida a aquellas novelas de misterios del viejo Londres escritas por el prestigioso novelista inglés de la era victoriana Charles Dickens.
La gente caminaba por las calles parisinas cogidas de las manos, como si tuviera miedo soltarse y ser tragadas por la densa niebla que envolvía la ciudad con su manto nacarado. Una joven mujer y una niña vestida de oscuro y abrigo caminaban con pasos apremiantes, con sus cabezas inclinadas hacia abajo en forma de quilla para romper el fuerte viento invernal que azotaba París.
Ambas detuvieron sus pasos en una esquina de la ancha e iluminada avenida Les Champs-Elysées, que comienza en la Concorde, a orilla del río Sena. Esperarían por la luz del semáforo que le diera paso. Al fondo de la hermosa avenida se distinguía impresionante el Arco del Triunfo, eje histórico de París.
La madre, entretenida por la diafanidad de las luces de la calle y observando el ir y venir apresurado de la gente que caminaba en tumulto en aquel lugar emblemático, no notó que su niña se había soltado de su mano izquierda. Al sentir la ausencia de la niña su cerebro sufre un desenfrenado dislocamiento y un estado de confusión se apodera de aquella madre que clama amargamente por su niña que se había desaparecido en las calles de París.
Corre de un lado a otro de la ancha avenida perturbada. De pronto recobra su razón momentáneamente y pregunta a un transeúnte con sus manos sobre su cabeza.
—Por favor, señor, ¿ha visto usted por casualidad a una niña hermosa con cabello de oro, vestida con traje de princesa y abrigo de Fendi y con botas color negro hasta sus rodillitas?
—No mi señora, no la he visto —contesta.
—Señor, déjeme decirle, es que ella es mi niña. Mi única flor. La tuve en medio de un jardín de flores primorosas y, al nacer, una abeja reina me secretea diciéndome que mi hija podría convertirse en una bella flor —dijo con rostro preocupado y suplicante.
La madre corría y corría amargamente, calle arriba y calle abajo, llena de desolación ante las miradas entristecidas de la gente. Decía ella, como murmurando en silencio: «He perdido una flor y no sé dónde encontrarla. Ayúdeme usted señora —le dice a una dama que pasa por su lado con una niña casi de la misma edad de la suya cargada durmiendo plácidamente sobre su hombro—».
Esa tarde aquel París lucía desconsolado al enterarse de que una madre lloraba acerbamente y que de una manera angustiada recorría, como enloquecida, sus calles buscando a su niña que se había extraviado. Su dramático estado emocional impactó de tal manera que contagió de amargura aquel ambiente jaranero y bullicioso de aquella ciudad que guarda bellamente en su seno tantas historias y leyendas radiantes.
La madre enloquecida observa un señor vestido impecablemente, con sombrero de fieltro y un fino bastón con empuñadura de oro en su mano izquierda. Ella se le acerca con sus puños cerrados sobre su pecho y llorosos sus ojos. Aún en el profundo estado de confusión y de tormento en que se hallaba la madre y ante la presencia de aquel caballero se permitió decirle:
—Señor, a mí me parece haber visto su rostro en algún lugar de letras cuando yo era catedrática titular de Filosofía y Letras en la Universidad de París y creo que leí una de sus grandes obras. ¡Ah, ya recuerdo! Se llama Los paraísos artificiales. En esa obra de carácter alucinante usted cuenta su historia de una forma tan reveladora
—Señora, gracias por sus hermosos recuerdos. Ellos me llenan de satisfacción por lo que puedo contribuir con mis trabajos en la formación académica de sus alumnos.
—Pero, excuse, es que hemos estado hablando animosamente y aún usted no me ha dicho su nombre.
—Mi nombre es Charles Baudelaire.
—Sabe poeta, mi hija, que es para mí como una flor, se ha extraviado desde hace algunas horas y se me hace difícil hilvanar las palabras porque mi corazón y mi mente están tan atribuladas que me niego a aceptar una realidad amarga de que he perdido a mi niña.
El poeta parisino de la metáfora encantada, sensibilizado por la historia de la niña extraviada narrada por la madre, adopta una pose meditativa ante la frustración de la mujer y comienza a caminar con la señora por la avenida Les Champs-Elysées cuando de pronto se detiene y recuerda.
—Me dijo hace un momento que su hija nació accidentalmente mientras usted visitaba un hermoso jardín. ¿Eso es así? —preguntó Baudelaire.
—Sí, poeta, así fue.
—Pues vamos rápidamente, tengo la corazonada del lugar donde creo que ocurrió su parto.
El poeta y la profesora de filosofía y letras se agarran de las manos, como para darle seguridad a la madre desconsolada. Se dirigen al parque de Bercy junto al río Sena. Al penetrar a los jardines recorren sus sendas rodeadas de flores fascinantes y olorosas. El poeta Baudelaire y la señora, cansados de recorrer el parque sin éxito alguno, deciden sentarse a lucubrar sobre el paradero de aquella niña angelical.
Entonces la angustiada madre se levanta del asiento y alejándose unos pasos del poeta comienza a vociferar en voz alta: «¡Azucena, Azucena, hermosa flor de mi recuerdos! ¿Dónde estás mi inolvidable Azucena? Respóndeme Azucena, es tu madre que te llama. ¡Azucena ven a tu regazo, tu madre espera clamorosa por ti!»
Mientras la madre desesperada clama por su hija en medio de aquel hermoso jardín, el poeta Baudelaire se le acerca lentamente y, colocándole en el hombro de aquella madre su mano sedosa de escritor, le susurra unas frases de aliento:
Mi querida señora, por favor, no llame más a su Azucena, que me parece haber oído voces de canciones tiernas y una risa de niña que vienen desde aquel jardín de rosas y de gardenias preciosas —dijo Charles Baudelaire apuntando con alegría hacia el lugar desde donde venían los dulces cantos y la risa de niña.
Poeta, corramos pronto hacia allá que debe de ser mi linda Azucena —exclamó la madre con entusiasmo y lagrimas en sus ojos.
El bosquecillo de rosas y de gardenias de donde procedían los cantos y la risa de niña se abrió como si fuesen brazos maternales recibiendo con alborozo al poeta Baudelaire y a la madre de Azucena rebosante de regocijo y de felicidad.
Aquellas flores, una vez jóvenes y hermosas, se notan que habían envejecido con el tiempo. Ellas fueron las comadronas de aquel parto de la desamparada madre de cuyo vientre nació la bella Azucena.
Luego de esta historia París volvió a ser París.
hermoso, simplemente hermoso.que podemos extraer de esa moraleja? son muchas las reflexiones que se pueden hacer de ella.podemos reflexionar que, en la vida apreciamos las cosas que tenemos solo cuando la perdemos.