La madre de todos

 

Al filo de la mañanita,  una tenue penumbra ocupa el espacio del aposento, compartida apenas por los centelleantes guiños del sol que se cuelan por las rendijas, anunciando la llegada de un nuevo día.

En el fondo, la cama vacía de La Vieja, impecablemente tendida, nos indica que su afanosa ocupante hace rato que ‘recordó’ y, echando pies a tierra, se ha lanzado de lleno a la labor.

En efecto, el acompasado trajín que llega desde el bohío nos pone sobre aviso de que por dichos predios se encuentra, envuelta en copiosa humareda y enceguecedoras brasas de leña, la valerosa matrona que, con su imponente presencia, impone sus dicterios y su amoroso ejemplo a hijos, nietos y demás afamiliados.

El embrujador aroma que se eleva de la negrísima paila que borbotea encima del crepitante fogón inunda todo el espacio del humilde rancho aderezado con rústicos horcones y cobijado con yaguas en donde funciona la cocina.  Las paredes están  entretejidas con charamicos y tapizadas con barro, a la usanza tradicional de la confección del tejamanil, y adosadas a estas, hay diversas tramerías, repisas y barbacoas, destinadas a colocar los utensilios de cocina, la modesta vajilla y demás artículos de uso corriente en el hogar. En un discreto rincón, debidamente afincada para preservarla del descuido, está la añeja tinaja, reservorio de agua pura,  siempre fresca para mitigar la sed y el calor.

Ya fuese por los efectos de los estridentes cantos del gallo, por la crudeza de los rayos del sol en su meteórico ascenso o por la obligatoriedad de acometer las obligaciones de la rutina diaria, lo cierto es que, al rato, el espacio de la cocina comenzó a verse poblado por los miembros de la vastísima familia, escaseándose las sillas y bancos o los aparejos y serones dispuestos comúnmente para sentarse.

Al delicioso café le precedió, más tarde, el suculento desayuno compuesto de generosas raciones de víveres y aguacate acompañado de una humeante taza rebosante de reconfortante leche hervida, aderezada con chocolate.

Luego de dar cuenta de tan energético desayuno, partieron, los mayores, a enfrentar el reto del día, en el surco redentor, en la vigilancia y cuidado del ganado y otras crianzas o en la atendencia de las diversas ocupaciones y oficios en los que se enfrascan, comúnmente, quienes desenvuelven sus vidas en el quehacer rural de la frontera. Y la vieja queda, entonces, a cargo del hogar, dispuesta a moldear, con rectitud y ecuanimidad, las personalidades de un ejército de nietos que la providencia ha puesto bajo su férula.

Con estilo convincente, abordará la compleja labor de erradicar las rebeldías y malacrianzas de los tunantes puestos a su cuido, trastocando estas energías y veleidades en un verdadero espíritu de trabajo, tesón y disciplina.

Frente a la imponente presencia de La Vieja no caben los muchachos ‘come-bocas’ -los que atienden conversaciones ajenas-, los afrentosos, los refranistas ni los holgazanes: ella siempre tiene su librito bajo el brazo para poner a aquellos en su puesto!

Y para domar a los potrillos, los becerros o borricos que pululan en su corral no hacen falta fuetes, encierros ni espinas bajo el aparejo. Para lidiar con estos travezuelos con aires de aventureros siempre tiene a mano frondosas escobas para ‘barrer los patios’ y descomunales calabazos para acarrear agua en el arroyo y suplir las necesidades de la casa, a lo que se suma la invariable y permanente tarea del fregado de trastes y utensilios y la limpieza general en todas las dependencias de la casa, en el caso de las hembras.

Para los varones, siempre habrá agitada ocupación, buscando leña para el fogón o bien ayudando a los mayores en el conuco,  en las labores de ordeño de vacas, cuidado de animales de crianza y la realización de mandados y demás ocupaciones afines.

No sabe de letras, pero desde la temprana edad atiza en los nietos el apego al ‘etudeo’.

Sin ser ‘curiosa’ –curandera-, mantiene su cuadrilla de polluelos en perfecto estado de salud  y, de la misma forma en que administra tisanas o jarabes para aplacar dolencias o menjurjes para controlar la multiplicación de los parásitos intestinales, les susurra oraciones al tiempo de aplicar masajes, unturas y vaporizos -para eliminar las ‘secas’ u otras afecciones-, y les somete al más minucioso escrutinio en frenética búsqueda de piojos, liendres, chinches o aradores, que podrían minarles la salud y atentar contra su pleno desarrollo.

Para la generalidad de los ‘cabezas calientes’ puestos bajo su égida, un régimen formativo tan estricto, que asume, en ocasiones, ribetes draconianos, es más que suficiente para corregir entuertos, doblegar rebeldías y apaciguar a los más remolones. Sin embargo, de todo hay en la viña del Señor y, para esas ovejas negras, la vieja cuenta con toda una parafernalia de vieja data que va desde el benigno jalón de orejas, pasando por la enérgica pela -con la ayuda de un varejón de ramas de tamarindo o de guayaba o la correa de rígido cuero, remojada en vinagre de naranja agria y sal-, hasta finalizar con el clásico castigo solar de Los tres golpes: hincado de rodillas, a pleno sol en medio del patio, sosteniendo una piedra en cada mano y otra en la cabeza, por un indefinido lapso de tiempo.

En adición, en los casos en que la desvergüenza, el irrespeto o la insolencia pudieran llegar hasta extremos imperdonables, la matrona se reserva el derecho de propinar, en pleno rostro –entre ojos, boca y nariz-,  y de sorpresa, el más rotundo castigo, patentizado en su famosa Tabaná que, valga la aclaración, no discrimina en asuntos de edad, sexo ni jerarquía puesto que, llegado el caso, las distribuye por igual entre hijos, nietos o a cualquier otro que se las gane.

Sin parar mientes en los achaques y dolamas que padece, fruto de su avanzada edad, ni en el hecho de haber llevado a cuestas una vida de sacrificios y privaciones para sacar a flote a toda una gran familia, la vieja acomete nuevos retos en su ejemplar cruzada, inculcando formas de vida basadas en la honradez,  el respeto y la buena vecindad.

Por ello y sin mayores consultas, asume el deber de ayudar a sus hijos en el cuidado y formación de aquellos de sus nietos que más lo necesitaren. Y, en algunos casos, su inmensa vocación de sacrificio le ha llevado a hacerse cargo de camadas completas, en aras de facilitar que los padres de éstos puedan desempeñarse mejor en sus respectivos trabajos u ocupaciones.

Así era –y así fue– en sus años de estricta pero amorosa jefatura, quien en vida se llamó Vitalina Jiménez de Reyes.

El apego a una formación hogareña fundamentada en la rectitud marcó por siempre a todos cuantos se forjaron bajo la sombra bienhechora de su infinito corazón. Y a ello se debe que, habiendo pasado el tiempo de su dolorosa partida –más de 35 años- aún se la recuerde con amor y ternura, al tiempo de reconocer la justeza y pertinencia de una pela de calzón quita‘o, un jalón de orejas o  una buena tabaná, en frente de todos, como castigo adecuado para corregir entuertos y castigar inconductas de muchachos desinquietos, propasa’os o agenta’os.

En el seno de aquel ejército de nietos, en esa siembra de esperanza en el terreno fértil y aleccionador de la frontera, que luego se desperdigó por el mundo para seguir diseminando la cosecha de la buena simiente, brota por momentos el recuerdo de aquella matrona que condujo sus vidas por los caminos del bien.

Al hacerlo, el amargo sabor de una lágrima derramada en su memoria nos hace evocarla, tal cual fue: enérgica, amorosa y comprensiva a la vez. Y ello es más que suficiente para agradecer, con el corazón en las manos, aquel castigo adecuado, en el momento oportuno.

Que viva por siempre en la memoria el recuerdo de mi abuela: Vitalina, la Madre de Todos!

La Madre de todos.
La Madre de todos.
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