La justicia, jueces y sentencias


Ha suscitado este concepto una grave duda en los tratadistas y en los políticos prácticos. Para unos encarna en el Poder judicial, que es, como cualquiera de los demás del Estado, autónomo e independiente. Para otros no existe semejante Poder, sino que la Justicia es una función procedente del Gobierno, como el ejército, las obras públicas, la enseñanza, etc.

A nuestro entender, esta distinción es tan capital que de ella depende que haya o no justicia en el país. El juez es un soberano en su ministerio y está creado para dar la razón a quien la tenga, sin preocuparse de nada, sin obedecer a nadie, sin depender de ningún otro hombre o institución y sin tener que mirar más que a su propia conciencia. Al hacer justicia no se trata de hacer una cosa hoy y la contraria mañana, ni de marchar por los contrapuestos caminos de la opinión, sino cumplir los preceptos definidores del Derecho romano: vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada cual lo suyo.

Desde el momento en que el Gobierno pueda poner y quitar los jueces, nombrar a quien le acomode, cambiar las leyes a su arbitrio, imponer severidad, lenidad o impunidad, mostrar inclinación hacia un litigante o hacia otro, atender a las conveniencias y no a la ley, se habrá hecho cualquier cosa menos justicia. De modo que la alternativa es tajante: o la justicia goza plenitud de independencia o no existe la justicia.

Dicen algunos que sería muy grave respetar autonomía tan absoluta porque para que una sociedad rija concertadamente es preciso que todos sus poderes marchen conformes hacia un mismo fin. Así, sería pasmoso que en una República, siendo todos los órganos republicanos, los de la Justicia fuesen monárquicos. El Juez, como cualquier particular, puede tener las opiniones políticas que guste, pero en el ejercicio de sus funciones no ha de hacer otra cosa sino aplicar las leyes. Si éstas son republicanas, serán republicanas las sentencias, y si son monárquicas, serán monárquicas. De suerte que es la orientación de la ley y no el libre albedrío del Juez quien marcará las trayectorias.

Claro es que siempre queda un margen de libertad del Juez para llenar su función y hay un cierto peligro de que las interprete en un sentido cínicamente contrario al texto. Así, por ejemplo, si la ley respeta la libre publicación de periódicos, es imposible que un Juez, en sentido contrario, se ponga a prohibir publicaciones, y si un país respeta todas las opiniones religiosas, es inconcebible que un Juez ponga en la cárcel a quien no se descubra al pasar delante de un templo. Si a pesar de todo se admite-y debe admitirse- que haya jueces cruelmente extraviados, contra sus decisiones dan las leyes diversos recursos y en último término cabe exigirles responsabilidad.

Como fin de cuentas, conviene atenerse a la práctica de todos los pueblos. Que un Juez se revuelva en sus fallos contra el sistema politico de su país es cosa punto menos que inconcebible. Y, en cambio, que un Gobierno influya sobre los jueces forzando su voluntad, haciendo nombramientos caprichosos y procurando que los fallos sirvan fines políticos, es tan frecuente, por desdicha, que bien podemos reputarlo como moneda corriente y ver en ello el mayor de los peligros que la justicia corre.

Abordemos por considerar el origen del nombramiento de los jueces. En unos países los nombra el Gobierno, con lo cual dicho queda que dependen de él. En otros, los designa el Parlamento,  el Senado o el Congreso, lo cual es expuesto a que cada designación sea una batalla política y el Juez dependa del partido que le apoyó. Hay países en que los nombramientos se deben a la elección popular, el elector no puede conocer las condiciones de cada candidato, y por otra parte la elección sería una batalla como todas las elecciones, con intermediarios, propagandas, gestión de favores, tinglados, trampas y ardides, con lo cual la Justicia perdería todas sus condiciones de seriedad.

En muchos países escogen los jueces el Presidente de la república o el Gobernador de la provincia, con aquiescencia de la Cámara de Senadores. Entre nosotros el Consejo Nacional de la Magistratura, es el órgano constitucional encargado de designar a los jueces de la Suprema Corte de Justicia, del Tribunal Constitucional y del Tribunal Superior Electoral. También dicho Consejo está llamado a realizar las evaluaciones de desempeño de los jueces de la Suprema Corte de Justicia. Dicho Consejo está presidido por el Presidente de la República; un senador o senadora escogido por el Senado que pertenezca al partido o bloque de partidos diferente al del Presidente del Senado y que ostente la representación de la segunda mayoría; el Presidente de la Cámara de Diputados; un diputado o diputada escogido por la Cámara de Diputados que pertenezca al partido o bloque de partidos diferente al del Presidente de la Cámara de Diputados y que ostente la representación de la segunda mayoría; el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, un juez de la Suprema Corte de justicia, y el Procurador General de la República.

 

Justo es reconocer que los jueces resultan demasiado buenos para lo que podría presumirse, pero los inconvenientes del sistema saltan  la vista todos los días. No hay inamovilidad judicial y con juicio o sin juicio de responsabilidad se quita a los jueces con igual facilidad que se los pone; se señala la  carrera judicial, pero a un juez le tienen veinte años incrustado en ese puesto y a otro le improvisan camarista en cuatro días, con lo cual hay más ganas de buscar influencias que de trabajar; la política se complica en la función judicial, por haber muchísimos hombres que a temporada son diputados, subministro o ministros y en otras etapas alternadas, son jueces, fiscales o camaristas; la consiguiente relación del gobernante con el juez es fruto de menos de resultar un tanto mitológica.

De todos los sistemas de los cuales tenemos conocimiento, el que estimamos mejor o menos malo, es el de España. Allí había (seguramente hoy también) una verdadera carrera judicial y quien siendo un neófito como juez de entrada, sabía que por antigüedad o por méritos había de recorrer todos los grados del escalafón y llegar en la vejez a la cumbre, jubilándose a los 70 años. Había en la ley un turno de elección reservado al Gobierno para ilustres abogados, catedráticos o tratadistas, pero los escándalos que dieron los ministros al utilizar ese turno fueron tales, que desde hace muchos años n o ha habido politico que se atreva a utilizarle.

El ingreso en la carrera es también ejemplar. Se entra mediante oposición pública en ejercicios que son severamente fiscalizados por los opositores, sus profesores y familiares. Baste saber que el primer ejercicio consistía en contestar diez temas de los diversos Derechos ante un Tribunal severo y un auditorio acucioso. Ya se comprende que aquel que no contestaba o contesta mal, no podía ser aprobado porque el público deshonraría a los examinadores que lo hiciesen.

La constitución del Tribunal implicaba la más firme garantía para la provisión de puestos. Le formaban el Presidente y un magistrado del Tribunal Supremo, un magistrado de la Audiencia de Madrid, el Decano de su Colegio de Abogados y tres miembros del mismo libremente designados por la Corporación, dos catedráticos de la universidad de Madrid nombrados por su Facultad de Derecho y un secretario de Sala. Organizado el Tribunal en esta forma, no había quien le manejara. Ni el Gobierno ni nadie, pues cada individuo tenía sus ideas y tendencias y no respondía más que a su criterio propio. De la justicia con que se procedía solo daré un dato. Habiendo cada año cien plazas a proveer, ha habido veces en que han quedado treinta o cuarenta sin cubrir, resultando desaprobados centenares de opositores, lo que demuestra que las puertas del favor no se abrían para nadie ni aunque sobrasen plazas.

Terminados los ejercicios, el Tribunal hacía su propuesta y el ministro de Justicia firmaba los nombramientos. Estos tenían que ser en el orden indicado por el Tribunal. El Ministro ni podía nombrar a nadie libremente ni podía alterar en modo alguno el orden de la lista.

Únicamente podía el Gobierno hacer nombramientos libres en pequeña proporción para el Tribunal Supremo a favor de personalidades sobresalientes. Ello es bien justo, porque el Tribunal Supremo, creador de la jurisprudencia, es una elevadísima atribución social y a ella deben llegar no sólo los magistrados encanecidos, sino los hombres doctos en otras aplicaciones de la jurisprudencia. Es algo así lo que ocurre con el generalato y con los demás organismos directivos de las funciones públicas. 

En términos análogos se proveían las plazas del Ministerio Fiscal y del secretariado judicial, pues ambas constituyen carreras distintas de la judicial propiamente dicha.

Por tal camino se lograba que hubiera en España un Poder judicial diferente del Gobierno y en nada pendiente de él. Cuando en un pueblo como Inglaterra la Justicia tiene una tradición invulnerable de fortísimo prestigio, podrá no haber inconveniente en qe el Gobierno haga las designaciones, eligiendo a abogados valiosos. Mas allí, donde esa circunstancia no se da históricamente, lo mejor s separar en absoluto al Gobierno de los nombramientos y aplicar el sistema de España u otro semejante.

Circunstancia fundamental para lograr una buena justicia es pagar bien a sus funcionarios. Si no se hace así, es inevitable que la juventud brillante busque el ejercicio profesional u otras aplicaciones de la carrera mejor remuneradas que el organismo judicial y ahí empiezan entre otros los problemas.

Otra cosa juzgo inexcusable para lograr un buen Juez: que no pueda ser nada más que juez. El sistema contrario, tan frecuente en América, de que el juez sea también catedrático, me parece funesto, porque acarrea un orden de relaciones, de tratos diarios y de intimidades nada compatibles con la austeridad de la función judicial. Mi rigor en este punto llega hasta el extremo de que yo no consentiría a un juez ni siquiera ser socio de un casino. La experiencia sobre tal punto abona de sobra esta intransigencia.

En resumen, el Poder judicial tiene que ser no sólo tan fuerte e independiente como el Parlamento, el Gobierno y el Jefe del Estado, sino más fuerte e independiente que todos ellos, pues que a todos ellos les puede juzgar y condenar. La función es tan trascendental que hace del Poder judicial el Poder supremo por excelencia.

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