La degradación de la política y del periodismo periférico-partidario solapado

Si Joaquín Balaguer -en su tiempo y hasta el día de hoy- fue caricaturizado hasta la saciedad, y Peña-Gómez fue estigmatizado por el color de su piel; Leonel Fernández ha sido el más zarandeado-calumniado por una claque periodística-intelectual generacional que no le perdona su irrupción exitosa en la política nacional e internacional, y algo de más trascendencia histórica: el haber sido relevo, y a la vez, ruptura político-intelectual del liderazgo que protagonizaron, desde sus respectivos espectros políticos-ideológicos, Bosch, Balaguer y Peña-Gómez.
Sin embargo, y en el caso concreto de Peña-Gómez, hay que hacer la salvedad de que, mientras en Leonel Fernández y en Balaguer, el rechazo y la animadversión a sus liderazgos se articula -y se articuló, para el caso del segundo- a partir de posicionamientos políticos-ideológicos y de estigmatizaciones de origen social-personal-generacional (Leonel Fernández), la de Peña-Gómez, estuvo centrada en una sistemática campaña de rechazo y bloqueo cuyo único objetivo fáctico (casi un acuerdo tácito: entre clase política, oligarquía nacional y liderazgo político hegemónico, concretamente, Balaguer) era: evitar -¡a toda costa!- su ascenso al poder en el entendido de que no era dominicano, obviando que el gentilicio además de apego-arraigo geográfico-idiomático tiene un definitorio componente cultural que en Peña-Gómez era innegable. Por ello, aunque nunca fui un seguidor permanente de su liderazgo y aspiraciones presidenciables (sino única y coyuntural: 1996), siempre fui un defensor solidario, consciente y espontáneo ante los ataques y campañas sucias que sus adversarios orquestaron en su contra negándole su condición de dominicano y cerrándole el paso al poder por “significar” un supuesto peligro que jamás encarnó. Pero hay que dejar claro que esas estigmatizaciones no impidieron que, Peña-Gómez, junto a Balaguer y Bosch, hegemonizara la vida política-electoral nacional de 1961 hasta el 1998, cuando falleció.
Traje el anterior paralelismo a colación, porque creo que la degradación de la política y del periodismo “periférico-partidario solapado” en nuestro país, tiene un componente significativo de esa historia política post-dictadura trujillista, porque los actores sociales y políticos -1961-1996- que emergieron, permearon y lideraron los partidos políticos y la lucha por el poder le imprimieron -al proceso histórico que se abrió- su centrado egocentrismo intelectual y rivalidad política-ideológica que operó perfectamente en un país sin tradición de cultura democrática, pero sí de raigambre autoritaria-caudillista: Santana, Báez, Heureaux, Trujillo. Lógicamente que, en el caso de Bosch y de Peña-Gómez, el liderazgo que ejercieron tenía un componente doctrinario-pedagógico que jamás fue referente en Joaquín Balaguer.
Entonces, ¿en qué punto nos encontramos?
Justamente, en el punto en que, la actividad política y el periodismo periférico-partidario solapado, ya no se bate en posiciones de avanzadas, de debates ideológicos (incluido el repugnante étnico-racial o de estigmatización social), de la proyección de un líder o de la promoción de las bondades de un programa de gobierno, sino en medio de una degradación ética en donde la actividad política y el periodismo periférico-partidario solapado (ese que algunos intelectuales, profesionales, cuadros políticos y periodistas ejercen a través del periodismo de opinión para posicionar, empujar y coadyuvar al partido o al líder de su preferencia, unos abiertamente -como yo- y otros -mayoría en nuestro país-, solapadamente) es un mercado público en donde todo se compra y se vende (a veces, no tanto por dinero, sino por frustraciones generacionales, odio visceral, estigmatizaciones sociales, y no pocas veces, de gratis o, por simple celo intelectual): una pluma, una encuesta de posicionamiento electoral, un programa de audiencia, o tan sintomático -y de vox pópuli- como que la campaña a una diputación podría rondar (costar) la friolera de treinta millones de pesos.
Sin embargo, eso no es lo menos ni lo peor. Lo peor es que esa degradación -que ya no es solo en materia de corrupción pública-privada, impunidad, nepotismo, compraventa de algún ventorrillo político, o de clientelismo político vulgar, sino el de elevar a categoría de discurso político la jergagueto del submundo del crimen organizado en aras de derribar adversarios políticos, de imponer, sobre todo en el horizonte mental de los jóvenes, el anti-paradigma de valores que nos azota, y de algo más perverso y siniestro, el de querer hacertabla rasa de cualquier código de ética profesional.    
Cierto que no solo en nuestro país, muchas veces, se da un maridaje entre la delincuencia organizada, los partidos políticos, estamentos policíaco-militar, poderes públicos, instancias judiciales y actores políticos, pero ello no debe ser óbice para elevar semejante degradación (el crimen organizado y sus capos) a la categoría de discurso político-electoral válido y, de paso, abrirle espacio público con la intención aviesa de contrapesarlo con el discurso político profesional -ya sea de un líder o de un ex presidente- establecido que bien o mal -y desde 1961- ha construido esta frágil democracia nuestra que no termina de reglamentar y transparentar la vida de los partidos políticos, su democracia (o más bien, dedocracia) interna, sus finanzas y los tiempos de campañas. Con esto, ¡Dios me libre!, no estoy abogando por una suerte de patente de corso para la clase política y sus líderes, sino mas bien, porque se instaure un código de ética pública -tácito- que garantice, primero y, sobre todo, el derecho a la duda. 
Porque una cosa es que se use y se explote política-electoralmente ese maridaje -cuando lo que debería de ser es que se persiga y se castigue ejemplarmente sin importar jerarquía política, abolengo social o, investidura- entre actores políticos y el crimen organizado; y otra, muy diferente, es que se le abra espacio público de audiencia a un jefe -confeso y condenado- del crimen organizado para demeritar, igualar o derribar políticamente a un determinado adversario político. Tal práctica o ejerció, desde la política o, desde el periodismo, en cualquiera de sus vertientes, es inaceptable.
Frente a esa realidad política-“periodística”, ¿qué hacer?
Gústenos o no (por conveniencia partidaria o por lo rentable del mercado-negocio que resulta el clientelismo político y el “periodismo de opinión” de paga y búsqueda de fama), se hace impostergable un marco jurídico-político-institucional (¡el cacareado proyecto de Ley de partido!, con el que el PLD y el PRD han jugado pim pom) que regule la actividad política, la vida orgánica-institucional de los partidos (democracia interna, política de género, educación cívica-política, etc.), sus finanzas y los tiempos de campañas.
Igual, y desde los medios de comunicación, habrá que ingeniarse algún código de ética-periodística que sirva al periodismo de opinión “periférico-partidario solapado” (en radio, prensa escrita y medios digitales), aunque se vista o se disfrace de “objetivo e independiente”, y que, de paso, demande, en su ejercicio, un mínimo de comedimiento en su afán de fama, presencia y defensa de intereses políticos-estratégicos que, por más que quiera disimular, son muy evidentes.
Sin embargo y lamentablemente, lo anterior no basta porque en todo el meollo del asunto predomina una supra política empresarial (mezcla de oligopolios periodísticos y sectores fácticos multifacéticos)  que hace rato juega a la política (a través de sus peones-ejecutivos dizque “hacedores de opinión pública”), participa y ya casi impone tendencias de opinión, de percepción pública, de preferencias electorales, y si nos descuidamos, no estará lejos el día en que por inducción perceptiva manipulada decida candidato. Esto último, nada criticable, siempre y cuando, aúpe abiertamente a un determinado candidato y lo haga de dominio público.
En fin, que el fenómeno no solo se queda en el periodista ‘seudo independiente’ o en el cuadro político-mediático que quiere trascender o empujar el proyecto político-electoral de su simpatía o preferencia, sino, en oligopolios periodísticos que quieren incidir o participar de la actividad política sin dar la cara ni asumir el descrédito que se le endorsa a la clase política, aunque si los beneficios y preferencia de la propaganda política pagada y, por supuesto, del poder.
Y todavía hay algo de más difícil control y monopolio…
La realidad poderosa e indiscutible de los medios digitales y de las redes sociales: ¿vertederos universales o, sencillamente, único escape-refugio del ciudadano de a pie al control-monopolio de la vida pública-privada por parte de los estados y los gobierno, de los centros del capitalismos mundial, de las agencias de espionaje, de los medios tradicionales de comunicación, etc.?
O tal vez, el problema es más sencillo (después de los grandes líderes universales: Gandhi, Churchill, Olof Palme, Willy Brandt, Gorbachov, Mandela, entre otros): que el mundo se asqueó de los líderes y de la política. O quizá, simplemente, que Vargas Llosa tenía razón cuando anunció, en su ensayo La civilización del espectáculo, que “…el triunfo del periodismo amarillista y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea: la idea temeraria de convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos…”.  
No obstante, y por el bien de toda la humanidad, algo habrá que hacer. ¿Pero qué? Honestamente, no lo sé.
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