Haití: Porque no quiero, ni puedo, ni debo olvidar
Por Rafael Pineda
Montevideo, Uruguay- Yo no quiero, ni puedo, ni debo olvidar que desde su fundación, Haití, con tan incuestionable superioridad militar y económica que incluso llegó a prestar ayuda a Simón Bolívar, invadió, ocupó y tiranizó durante 22 años a mi pueblo. Una historia que por absurda, brutal e inaudita que parezca, es real.
Haití, con sus grandes plantaciones de caña de azúcar, café, cacao y algodón era la colonia más rica de América y cuando se proclamó Estado independiente, tenía el ejército mejor armado y entrenado del continente. En cambio República Dominicana era un pueblo descalzo, una nación sin ejército, sin armas ni entrenamiento militar.
Repasando páginas de la Segunda Guerra Mundial, recuerdo lo que leí sobre Klaus Barbie, un alto oficial de la Gestapo nazi, también conocido como “El carnicero de Lyon” por estar involucrado en crímenes de guerra contra la humanidad y haber torturado personalmente y asesinado a casi 900 prisioneros en Francia, incluyendo a 41 niños que se habían refugiado en una iglesia. Cuando, finalizada la guerra, este personaje fue sentado ante un tribunal y el juez le preguntó si había cometido los crímenes que se le imputaban, respondió: “yo no recuerdo nada, y si ustedes recuerdan eso es problema de ustedes”.
El olvido es la aureola para el criminal, y la tragedia para los pueblos.
Cuando entré en el mundo de los turbulentos tiempos de mi adolescencia, al fragor de los debates juveniles escuché esta frase: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.
No la interpreté como una frase hueca, ni como un invento de mis eufóricos antagonistas de entonces: es una deliberación escrita y repetida en sus discursos por el filósofo romano Marco Tulio Cicerón, uno de los hombres más sabios y de los mejores oradores de la historia.
Como dominicano que soy recuerdo los crímenes que en el pasado cometieron los haitianos contra mi pueblo. Los nombres de los invasores y asesinos quedan grabados en la memoria: Toussaint Louverture, Jean-Pierre Boyer, Jean-Jacques Dessalines, Faustino Soulouque, Charles Hérard, Henri Christopher, Jean-Louis Piérrot.
Junto a ellos pongo los nombres de los dominicanos que traicionaron la soberanía nacional y se pusieron al servicio de poderes extraterritoriales.
Reflexiono sobre esto bajo el presentimiento de que la historia dominicana empieza a repetirse. Haití, con descaro desmedido, invade la heredad de nuestros padres, se burla de nuestra soberanía, irrespeta nuestras leyes, chantajea a nuestras autoridades, ocupa nuestros espacios públicos, desplaza a los dominicanos de sus comunidades, de sus puestos de trabajo, pisotean, queman y escupen nuestra bandera y nada les está pasando.
La ocupa es de tal magnitud que hay lugares donde un extranjero no sabría distinguir si llegó a Puerto Príncipe o a Santo Domingo. Incluso para los mismos dominicanos a veces resulta difícil desigualar su barrio.
La historia documenta que Haití surgió bajo el predominio de la sangre. Toussaint Louverture encabezó el alzamiento del 1801 donde la matanza, el exterminio de niños, mujeres y ancianos, horrorizaron el entendimiento humano.
Ese 1801, con las manos todavía chorreando la sangre de más medio millón negros criollos, mulatos y personas de origen francés, Toussaint Louverture tuvo la osadía de atravesar los límites fronterizos y presentarse con su ejército a proclamar una alegada “indivisibilidad” de la isla de Santo Domingo.
El 3 de abril del 1805, emprendiendo la segunda retirada de Santo Domingo, pasando por la ciudad de Moca los carniceros Henri Christophe y Jean Jacques Dessalines (a quienes los haitianos tienen como “héroes”) convocaron a los ciudadanos a concentrarse en una iglesia y allí los mandaron a degollar, generando el episodio registrado como EL DEGUELLO DE MOCA, donde miles de dominicanos, incluyendo decenas de niños, fueron pasados por sable.
Los haitianos Instauraron el predominio de la sangre. La historia juzga a sus gobernantes como autores de la matanza más cruel que se registra en la nación que hoy se llama República Dominicana.
El fervor haitiano por la sangre aún se ve en el vudú, la principal expresión cultural de ese pueblo, donde beber y rociarse el cuerpo con sangre es parte de su ritual. Mismo que de a poco van trasladando a la Republica Dominicana: En Santiago ahorcaron a uno de sus compatriotas en una plaza pública. En pedernales masacraron a una pareja que eran sus empleadores. En el municipio de Pedro Brand a la adolescente Cielo García, de 14 años, les dieron 24 machetazos y les cortaron los dos brazos. No son casos aislados, ante la inutilidad de los sistemas policial y judicial “que mira y no ve”, la población dominicana ha tenido que empoderarse y en ocasiones tomar la justicia en sus manos.
Raifi Genao, en su portal de historia, publica lo siguiente: “En el dramático relato “Memoria de mi salida de la isla de Santo Domingo el 28 de abril de 1805”, del jurisconsulto dominicano Gaspar de Arredondo y Pichardo, se revela que cuarenta (40) niños fueron degollados en la iglesia de Moca, y que los cuerpos fueron encontrados en el presbiterio, que es el espacio que rodea el altar mayor de las iglesias. Esta tragedia, sin paralelo en la historia de la Isla, fue parte del genocidio en que perecieron miles de dominicanos”.
Moca es la sede del primer genocidio americano después de la matanza de aborígenes por parte de los europeos y anterior al “Salsipuedes”, protagonizado el año 1831 por el general José Fructuoso Rivera (fundador del Partido Colorado, primer presidente de Uruguay), contra los indígenas charrúas.
Cicerón afirma, y le doy razón, que «La historia es en realidad el registro de crímenes, locuras y adversidades de la humanidad. Toussaint Louverture, en su primera proclama pronunciada el 29 de agosto de 1793, dijo: “He iniciado la venganza de mi raza”.
Nadie le quita a Toussaint el derecho de odiar a sus opresores. Pero una nación no se construye por odio ni por venganza sino por amor. El amor es lo que guía las acciones de un verdadero patriota.
Aquel que se guía por odio, como se dirigió Louverture, no puede ser considerado jamás un patriota ni un revolucionario.
El nacimiento de Haití se registra 241 años atrás, después del tratado de Aranjuez de 1777, cuando el imperio francés trajo a cientos de miles de esclavos desde la lejana África. Esos esclavos encontraron en Quisqueya (a la que los españoles les cambiaron el nombre para llamarla La Española), a una raza nativa con 30 mil años radicada en la isla, compuesta por dominicanos en aquellos entonces llamados tainos (con su cultura, tradición y lengua autóctona).
Transcurridos todos esos años, los haitianos todavía siguen intentando desplazar a los dominicanos y empujarlos al exilio.
Los gobernantes y la gente de Haití, minimizaron el tremendo apoyo dominicano tras el terremoto que destruyó gran parte de su infraestructura; intentaron asesinar a un presidente que llegó con una valija de ayuda, menospreciaron el gesto de un pueblo solidario que rescató vidas, llevó alimentos, restableció el servicio de energía eléctrica, reconstruyó puentes, carreteras y les construyó como regalo una universidad. Un gesto que ni siquiera Estados Unidos, la potencia económica más grande del mundo, tuvo con su colonia Puerto Rico tras el paso de los huracanes Irma y María.
Luego Haití rechazó que la universidad donada llevara el nombre de un prócer dominicano y respondieron una artera campaña liderada por el presidente Michel Martelly con el apoyo de sectas religiosas, de países ricos y de una quinta columna compuesta por afamados periodistas dominicanos y organizaciones no gubernamentales, denominada “Tomando nuestro Territorio”, lanzando a millares de sus nacionales ilegalmente a ocupar puntos clave de la economía en el interior de la República.
Dominicana sigue siendo un país pequeño, con los pies descalzos, pero con humanismo y grandes sentimientos de solidaridad con los que sufren, e históricamente ha actuado con la firmeza que les han exigido las circunstancias, sabiendo que, como dijera en 1874 Nicolás Avellaneda, “No hay nada en la nación más importante que la nación misma”.
El cantante León Gieco, en una de sus notables canciones, dice: La memoria apunta hasta matar, a los pueblos que la callan y no la dejan volar. Todo está guardado en la memoria”.
Yo no quiero, ni puedo, ni debo olvidar.