El recuerdo de la UASD en las andanzas sentimentales de la vida

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EL AUTOR es comunicador. Reside en Santo Domingo.

En la fragua universitaria nos fogueamos muchos estudiantes en la época de los 70. Hace unos días estuve en la universidad. La Autónoma de Santo Domingo. Sentado bajo un árbol frondoso sentí la caricia de una tarde tenue cerca del Alma Mater; se escuchaban los ruiseñores trinar; estudiantes discutir si la ley del cangrejo fue primero que la del agua de coco…

Por aquellos años en que nuestra lucha era por el medio millón (gracias, Hatuey) la política universitaria era el pan cotidiano. Se vivía en una crisis universitaria constante. Los comandos clandestinos reinaban por doquier; bombas explotaban y la moda era estar inmersos en un movimiento terrorista que cortara cabezas reaccionarias al van moché. La crisis de la universidad era ¿y es? la manifestación en los niveles de enseñanza superior de la misma crisis honda que afectaba ¿la afecta? a toda la educación dominicana.

Tras detenerme y pensar en el campus universitario recordaba que para la época se vivía crisis de estructura: la organización de los planes de estudio y la naturaleza y fines de las «carreras» eran ¿son? extremo retardados y deficientes, sin enlace armónico con las etapas previas de la enseñanza (que adolecen de los mismos males) y sin correspondencia adecuada con las circunstancias y necesidades del país.

Crisis pedagógica: el estudio universitario era una rutina ¿acaso lo es hoy? poco seria que en realidad tenía muy poco de estudio. Estudiantes se inscribían en la facultad de Agronomía y duraban hasta diez años para graduarse, porque su norte no era la agronomía, sino el desorden. Apenas se usaba el libro. (Sí se leían todas las obras de Marx, Lenin, el diario del Che y era materia obligada en esos centros terroristas que se formaban en la universidad. De allí se idearon asesinatos, secuestros y hasta no vaya usted a saber…) se preparaban exámenes a base de lamentables apuntes mimeográficos; se dependida del método de la «conferencia» en aulas congestionadas y no de gripe; la biblioteca era víctima del mas culpable abandono; el primordial interés del estudiante no era formar y ampliar su cultura sino «pasar» lo antes posible y llegar a la meta del título.

Crisis de fines: no existía un concepto definido acerca de la verdadera función de la universidad, su relación con el conocimiento, con el progreso, con la sociedad, con la política; ni el sentido de la educación superior; ni la distinción entre investigación y mero profesionalismo o entre la independencia del pensamiento y el mundo sectorizado de las ideologías.

Sentado allí viendo pasar a los estudiantes descansé mentalmente en esos tres aspectos básicos donde se manifestaba la crisis universitaria de entonces. Que era grave porque requería revisión a fondo y tratamiento honrado de manga al codo. Allí recordaba al hoy licenciado Nolberto Luis Soto a Hermes Noé Guzmán, que fueron testigos de aquellas luchas que para nosotros eran interminables y que ya se disipan en el recuerdo del olvido.

Aunque influida y afectada por el fenómeno político del país, la crisis era fundamentalmente de índole docente. Si hoy se tambalea el edifico universitario, a tal extremo que por momentos parece que va a venirse al suelo, es porque en ninguna época anterior se echaron con la necesaria firmeza sus bases educacionales.

Si hasta ahora se pudo ir tirando, viviendo de los laureles efímeros que da el torbellino de la lucha pública, fue porque nunca antes se pusieron a prueba como hoy los valores y reservas de la vida nacional. La coyuntura histórica que el país precipitaba reveló que la educación universitaria en República Dominicana padecía de terrible anemia cultural. Y de ahí su debilidad.

Estos términos no pueden confundirse al calor de ningún apasionamiento, por hermoso que parezca. Cada cosa tiene que ir en su lugar. La función esencial de la universidad es el estudio, con el espacio infinito de libertad que esta actividad requiere. No puede tener color ideológico alguno. A lo sumo, está ligada a aquellos valores permanentes de la nación que no reconocen distinción de matiz ni de época.

La universidad estaba enferma de raquitismo educacional. Para curarla de sus males hay que redescubrirle su campo verdadero, que es un campo florecido de libros, de laboratorios, de bibliotecas, y de aulas en ebullición académica. Todo lo demás, no se olvide, tiene que venir por añadidura.

Cuando se agudizaron las crisis para aquella época, vinieron los ayes y los gestos desesperados. La decisión de arrojar el problema en el regazo gubernamental fue una confesión de impotencia. Y un error que costó a la larga muy caro. Tuvimos razón y vimos con claridad los estudiantes que dimos la voz de alerta en ese siglo ido. Si la institución universitaria tiene que apelar a la merced del poder para resolver su propia crisis, es señal de que es institución se ha desnaturalizado íntegramente. Que ha descendido al abismo en que cayó la universidad argentina en tiempos de Perón.

Por otra parte, la intención (que se supone ingenua) de «identificar» a la universidad con el movimiento revolucionario es también equivocada y de gran peligrosidad. Una universidad sólo se puede identificar con los fines de la educación y del saber, que son, de ahí viene el nombre, universales.

El criterio político –o para el caso, «revolucionario»– pertenece a la esfera de la autonomía individual del estudiante o del profesor como ciudadano. Pero entre la universidad como institución y, sobre todo, entre el sentido de la educación universitaria y el hecho político debe en todo momento mantenerse bien definida y precisa la línea divisoria.

Volvemos al punto de partida. En la fragua universitaria nos fogueamos muchos estudiantes en la época de los 70. Hace unos días estuve en la universidad. La Autónoma de Santo Domingo. Sentado bajo un árbol frondoso sentí la caricia de una tarde tenue cerca del Alma Mater; se escuchaban los ruiseñores trinar; estudiantes discutir se la ley del cangrejo fue primero que la del agua de coco…

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