El cardiólogo pediatra

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Joaquín Mendoza Estrada.

Por Eduardo   Garcìa Michel

Cuando en 2010 la Sociedad Dominicana de Pediatría le concedió la distinción de Pediatra del Año, le escribí diciéndole que “los galardones no hacen al hombre, pero no cabe duda de que constituyen un estímulo que ayuda a dejar de lado algunos sinsabores que acarrea el diario trajinar. Sin galardón, siempre te he tenido como un buen médico, tan talentoso, preciso, acertado y dedicado como el que más. Con galardón seguirás siendo el mismo muchacho que salió un día de tu Altamira natal”.

Y agregué que “muy por encima de la silueta con bata blanca propia del que se ejercita en el arte de mantener en otros el ritmo ininterrumpido del latido vital, sobresale agigantado el otro contorno, el del ser solidario, compañero, amigo, profundamente humano que eres. Cuanta alegría siento porque sé que ese acto de justicia no va a añadir vanidad donde no cabe, pero si a poner alegría sana en un corazón bueno que tanto la merece”.

EL AUTOR es abogado. Reside en Santo Domingo.
EL AUTOR es abogado. Reside en Santo Domingo.

Hace pocos días la misma Sociedad Dominicana de Pediatría acaba de reconocerle la categoría de Maestro Emérito.

En su discurso de agradecimiento el ya reputado y reconocido profesional expresó que “los médicos pediatras, que hemos luchado en la vida por adquirir un conocimiento y obtener una destreza en su aplicación, empleamos nuestro tiempo transmitiendo a los niños enfermos lo que es el arte del oficio… curar, aliviar, prevenir, acompañar, ofrecer apoyo, todo esto es parte de nuestro diario vivir. Es un acto de generosidad cotidiana, que solo quien lo realiza conoce el sacrificio que implica y las satisfacciones que encierra. Es un acto de bondad que despliega el buen médico todos los días.”

Lo conocí en Madrid. Yo tenía 17 o 18 años. Él había llegado a los 19 o 20. Ambos estudiábamos allí. Él, medicina. Yo, economía. Venía de Puerto Plata y yo de Moca.

En él intuí un soporte importante para poder orientarme en aquel mundo grandioso y desconocido, lleno de retos. Junto con otro joven, que se convirtió en gran amigo, también médico, Víctor Lister, ido a destiempo, y un ecuatoriano de nombre René, planificamos un viaje que cambió nuestras vidas.

Conduciendo un Fiat muy viejo, iniciamos la aventura de recorrer Europa en verano por cerca de dos meses, con la firmeza de quienes lo ignoran todo, y los bolsillos casi vacíos.

En Pamplona nos maravillaron las locuras y desvaríos de los san fermines. En Tour bramó de muerte el Fiat, dejándonos sin poder ver en París la conmemoración de la toma de la Bastilla. Lo cambiamos por un Simca igual de antiguo, y US$200 dólares. En la ciudad de las luces pernoctamos en los bosques de Bolonia, bajo el manto cómplice de las estrellas. En Verdúm contemplamos el horror producido por la primera guerra mundial, reflejado en aquel campo inmenso sembrado de cruces.

En Suiza nos conmovió la belleza de los lagos y el contorno maravilloso de sus ciudades. En Lausanne destrozamos por accidente algunas de las cerámicas colocadas en una vitrina de un joven matrimonio suizo que conocimos en Pamplona, que con gentileza nos invitó a almorzar a su casa. En Alemania, nos arropó el bosque negro. En Holanda nos deslumbraron los canales y sus diques. En Bélgica quedamos rendidos ante la simpleza y belleza del Mannekenpis y del Atomium.

En Italia caímos arrodillados ante el esplendor del Vaticano y la grandeza del Coliseo. Allí, frente a las Termas de Caracalla, tirados sobre la grama del contorno, escuchamos un concierto de música clásica que penetró nuestros sentidos. En Venecia, un perro me despertó lamiendo mis mejillas, mientras más entusiasmado me sentía soñando con las caricias de una Venus. Dormíamos teniendo como techo la bóveda celestial porque un aguacero llenó de agua la tienda de campaña.

En ese hermoso viaje nos acompañaba una pequeña estufa de gasolina, que se tapaba cuando más hambre teníamos. Y una guitarra, que sufría al tener que compartir sus sonidos con nuestras voces destempladas.Así se forjó una amistad que perdura.

Batutín es el apodo que le fue puesto en Altamira al Dr. Joaquín Mendoza Estrada, pediatra cardiólogo, y maestro emérito de la medicina. Batutín es el apelativo que utilizamos los que lo hemos tratado de cerca por tantos años.

El Dr. Mendoza Estrada está destinado a ser recordado en el área de la medicina por sus aportes, sobre todo en la cardiología pediátrica y en el arte, comprensión, utilización, enseñanza y difusión de las nuevas tecnologías médicas.

Batutín es un ser humano extraordinario, lleno de bondad y buen carácter, solidario, humilde, sencillo, sociable, deportista, ávido por la lectura, de vida familiar ejemplar.

Después de todo, querido Batutín, ¡qué suerte tuve de conocerte en Madrid, siendo ambos tan jóvenes! Y que dicha la de haber mantenido esa amistad que me ha enseñado tanto durante tantos años.

jpm

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