Ejecuciones extrajudiciales

Regularmente escucho, inclusive a personas que tienen el privilegio  de expresarse por un medio de comunicación social, decir estar de acuerdo con las ejecuciones extrajudiciales que comete la Policía Nacional de jóvenes rateros de los barrios, los cuales se dedican a hechos delictuosos. “¡A los delincuentes hay que darles para abajo!”, suelen señalar con fuerte entonación.

 Pero ¿a cuáles delincuentes se refieren? Para esas personas -ignorantes en unos casos, clasistas, irresponsables y perversos en otros-  los únicos delincuentes son los que atracan colmados, bancas y despojan de carteras con celulares a las damas, entre otras fechorías. Nunca echan su mirada hacia los funcionarios públicos desfalcadores, empresarios contrabandistas y mafiosos, narcotraficantes ni oficiales militares y policiales que practican actividades ilícitas diferentes y al más alto rango.

 Esos delincuentes de cuello blanco, bañados en millones fruto de sus  negocios del bajo mundo, contrariamente gozan de la simpatía del segmento elitista y corrupto de la Iglesia Católica y sus supuestas virtudes suelen ser resaltadas por los medios tradicionales y las bocinas que escriben y hablan por encomienda. Son verdaderos señores. Y  se les califica de caballeros, decentes, educados y  honorables.

Estamos en presencia de una sociedad injusta, pues todo el que comete actos que riñen con la ley, merece sanción, sanción que tiene que  producirse sin distinción de clase, raza, creencia ideológica o religiosa. Es decir, sea quien sea.

La Constitución es muy clara en ese sentido.  Pero la sanción tiene que provenir siempre de la justicia, justicia que tampoco sirve, pero es el único poder que tiene la atribución de penalizar el delito, el cual puede ser infracción o tener carácter correccional o criminal.

Posiblemente algunos delitos ameriten la pena capital, pero la muerte no está establecida en la Constitución de la República, por lo que todos aquellos que abogan por esa máxima sanción, para autores de hechos determinados, tienen que hacer llegar su voz al Poder Legislativo, aunque carezca de independencia y haga todo lo que el ejecutivo le instruya,  y procurar que se reforme la Carta Magna y se incluya, además, en el nuevo Código Penal, que todavía no ha entrado en vigencia.

Los pueblos se rigen por leyes, no por caprichos clasistas de gente que pretende legitimar la ilegal práctica policial de los “intercambios de disparos.” Además, se trata  de una Policía Nacional desacreditada, que la mayoría de los actos delincuenciales que ocurren en la sociedad son cometidos por miembros de esa institución. No constituye un secreto  —y es todavía más grave— que muchos oficiales policiales están en contubernio con bandas delincuenciales y en algunos casos tienen sus propias bandas, realidad que conocen los propios jefes, que ahora llaman directores, y hasta el presidente de la República, que es el hombre mejor informado del país.

Este es un país donde todas las instituciones están flageladas, empezando por aquellas supuestas a poner el orden y hacer cumplir las leyes, donde los actos delictivos tienen forma de pirámide invertida y la parte gruesa está arriba. ¿Con qué moral se pide darles para abajo a los rateros de barrio, si la delincuencia principal está enquistada en la dirección de los poderes públicos? Eso es seguir cortando la soga por el lado más flaco.

No quiero, sin embargo, que se mal interpreten mis palabras, me saquen de contexto y digan que justifico la delincuencia callejera, la que tiene en zozobra a la ciudadanía y llena de pánico a todos. Simplemente sostengo la tesis de que la delincuencia de los rateros no tuviera razón de ser si los poderes públicos fuesen ejemplares y decentes  y los organismos que tienen la misión de combatir la criminalidad no estuvieran también delinquiendo y podridos, con la agravante de que el presidente de la República se hace de la vista gorda y allantando con simples destituciones cuando se producen crímenes que estremecen a la sociedad.

Ahí está el reciente asesinato del profesor universitario y abogado Juniol Ramírez, cuyas partes del hecho, en orden de importancia,  se dividen en: 1) La muerte cruel; 2) La corrupción y dilapidación millonaria de la Omsa; 3) La operación de una banda de sicarios en esa institución estatal; y 4) La supuesta extorsión de parte de la víctima.

Esas partes se priorizan en los medios de acuerdo a los intereses políticos que representan. No me sorprende para nada que muchos medios y comunicadores hagan énfasis en la supuesta extorsión, como tampoco me sorprende que el presidente Medina se limite a destituir a Manuel Rivas y a su equipo delincuencial. Tengan plena seguridad de que no habrá justicia para los robos de de la Omsa y que nadie pedirá que les den para abajo a los autores intelectuales y materiales de un acontecimiento que involucra múltiples delitos criminales.

 

danilocruzpichardo@gmail.com

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