Diálogo, monologuismo e intercambio de saberes
Desde los orígenes de la universidad, la cátedra ha sido concebida como la exposición oral de un contenido por un catedrático, quien desde su alta posición de intelectual diserta sus conocimientos no siempre reparando en la forma en que éstos pudieran ser asumidos o rechazados por sus estudiantes. Esta actividad caracterizó la universidad de Bolonia, desde que Irnerio (1050-1130) la fundó en 1088, y continúa siendo muy común en las universidades del siglo XXI.
Pero mucho antes del surgimiento de las primeras universidades, el fundador de la Academia (Platón) practicaba el diálogo como método de enseñanza y como estrategia de aprendizaje e intercambio de saberes. De ello da testimonio la publicación de los diálogos de Sócrates con él y con otros sabios de su tiempo, entre quienes cuentan Georgias, Protágoras, Hipias, etc.
En casi oposición a la cátedra, el vocablo “diálogo” proviene de una expresión griega compuesta por dos morfemas: “dia”, que significa “dos”, y “logos” que se traduce “palabra”, por lo que alude al intercambio de experiencias, impresiones, opiniones, saberes, etc. que se desarrolla a través de la conversación entre dos o más personas.
Para que el diálogo resulte edificante necesita de sus interlocutores ciertas condiciones sin las cuales no podría ser. Deben respetar la norma contextual de la conversación. Por ejemplo, ambos deberán hablar sobre un mismo tema. No basta con haber leído y viajado mucho. Existen múltiples cualidades humanas sin las cuales el diálogo no podría ser convertido en una estrategia eficaz de aprendizaje.
Todo copartícipe en un intercambio comunicativo tiene necesariamente que saber escuchar, lo que implica a la vez ejercer paciencia, aun cuando no comparta lo que diga su interlocutor. De lo contrario no habrá diálogo, tal vez sí monólogo. Pero es bien sabido que la gente no suele simpatizar con quienes sólo hablan sin escuchar, por más elocuentes y fluidas que sean sus expresiones.
La modestia es otra cualidad importante para quienes participan de un intercambio de saberes. Reconocer que tenemos limitaciones nos ayudará a cultivar un concepto equilibrado sobre nuestras fortalezas y sobre nuestras carencias. Un interlocutor modesto no emite expresiones que denoten arrogancia y superioridad. Cuando surge un interrogante que escapa a las posibilidades de su dominio cognitivo, reconoce algún valor de la pregunta al tiempo en que afirma con modestia no poseer los datos requeridos.
Asimismo, la humildad es una virtud asociada al diálogo. Implica reconocer que lo que expresan los demás tiene importancia, aunque tal vez no pertinencia. Por eso, el buen conversador sabe escuchar con paciencia. Una ventaja que tiene esta cualidad es que facilita el trabajo en equipo, puesto que si algo no resulta tan bien, los implicados estarían en condiciones de reconocer y resarcir el error sin sufrir sobresaltos emocionales innecesarios.
Por supuesto, requerirá empatía cultivar la cualidad de ofrecer el trato afable y cortés que esperaríamos de otros. Si nos gusta que nos escuchen al hablar, debemos preguntarnos hasta qué grado somos buenos oyentes. Esta cualidad es clave para el éxito de todo proceso dialógico.
Como vemos, es más fácil hablar sin escuchar que dialogar, por lo que el diálogo es una estrategia que merece especial atención en el contexto de la enseñanza en todos los niveles. Pero para dialogar eficazmente, los participantes necesitan temas, y el dominio de los mismos se consigue a través de lectura sistemática de buenas obras, amén de la observación reflexiva de realidades culturales del mundo.
Conscientes del valor del diálogo, en los países cuyas instituciones son realmente funcionales se permite al docente universitario trabajar sólo cinco horas en las aulas, cinco de tutorías personalizadas y treinta de investigación y lectura, con la finalidad de garantizar la formación de un ciudadano ideal.
En el nivel preuniversitario, el docente trabaja veinte horas frente a sus alumnos y las restantes veinte las dedica a lecturas e investigación. Sin embargo, la mayoría de estos docentes decanta por la cátedra magistral, tal vez amparado en la idea de que sus estudiantes no tienen mucho que aportar.
En definitiva, todo el que se dedica a la enseñanza, cualquiera que sea su disciplina, debería usar como una de sus estrategias frecuentes el diálogo, ya que si sus clases se desarrollan sólo en base a largas y solitarias exposiciones, estaría cayendo en el terreno opuesto al pedagogismo, el monologuismo.
Mientras el pedagogismo consiste en un énfasis excesivo en la forma sobre el contenido, el monologuismo se concentra en la larga exposición lineal del contenido, en algunos casos, sin reparar mucho en la forma ni en sus oyentes. Y es que ningún “ismo” es favorable ni en la enseñanza, ni en el aprendizaje, y mucho menos en la investigación, debido a que se trata de un sufijo con el que solemos expresar los dogmas que se van alojando poco a poco en nuestro subconsciente.
JPM