De la madre irracional a la madre humana

 (A nuestra siempre recordada madre, doña Librada, veinte años después  de su muerte repentina)

«Veinte años ya que no está
de cuerpo presente ella,
hoy trabaja como estrella,
allá en la eternidad,
con tu ejemplo y tu bondad,
tu ternura y regocijo,
hoy en día no me aflijo,
no más que me da emoción,
¡madre de mi corazón,
siempre en la mente e tus hijos!»

(Roberto Carreño Arias: poeta popular chileno)

Aunque el amor materno parece ser el mismo en todos los seres lo cierto es que en términos de la extensión de ese amor, existen marcadas diferencias entre la madre racional y la madre humana. Los rasgos comunes del amor expresado por una y otra madre pueden resumirse como sigue:

La madre mujer, con inigualable ternura arrulla, amamanta y alimenta a sus criaturas. Lo mismo hace la madre animal (gata, gallina, leona, perra…)

La madre humana, con celo incomparable, cuida y protege a sus retoños. Lo mismo hace la madre irracional.

La madre racional se torna nerviosa, tensa y desesperada cuando pierde el contacto con sus inocentes vástagos o percibe que la vida de cada uno corre peligra. Lo mismo le sucede a la madre irracional.

La madre pensante enfrenta a todo ser que pretenda producirles daños a sus niños. Igual conducta adopta la madre animal.

Pero no obstante esos rasgos comunes, en la manifestación del amor de una y otra madre, como ya se explicó, se aprecian notables diferencias:

El amor de la madre humana es eterno, nunca termina, esto es, la madre mujer, diferente a la animal, siempre será madre. Nunca abandonará a sus hijos aunque hayan dejado ya de ser niños. Siempre los protegerá, siempre les bridará su maternal ternura, independientemente de su edad y crecimiento.

La madre irracional, por el contrario, abandonará a sus hijos en el mismo momento en que estos demuestren que pueden valerse por sí mismos. Así lo describe magistralmente José Joaquín Fernández Lizardi (1776 – 1827), padre de la novela hispanoamericana, en su obra Periquillo Sarmiento (1987, pág. 152):

« ¡Con qué constancia no está la gallina – afirma Fernández Lizardi – lastimándose el pecho veinte días sobre los huevos! Cuando los siente animados, ¡con qué prolijidad rompe los cascarones para ayudar a salir a los pollitos! Salidos estos, ¡con qué eficacia los cuida! ¡Con qué amor los alimenta! ¡Con qué ahínco los defiende! ¡Con qué cachaza los tolera, y con qué cuidado los abriga! »

Pero no solo las gallinas, « Pues a proporción hacen esto mismo con sus hijos – aclara Fernández Lizardi – la gata, la perra, la yegua, leona y todas las demás madres brutas; pero cuando ya sus hijos han crecido, cuando ya han salido de la edad pueril, y pueden buscar el alimento por sí mismos, al momento acaba el amor y el chiqueo, y con el pico, dientes y testas, los arrojan de sí para siempre. No así las madres racionales. ¡Qué enfermedades no sufren en la preñez! ¡Qué dolores y a qué riesgos no se exponen en el parto! ¡Qué achaques, qué cuidados y desvelos no toleran en la crianza! Y después de criados, esto es, cuando ya el niño deja de serlo, cuando es joven y pude subsistir por sí solo, jamás cesan en la madre sus afanes, ni se amortigua su amor, ni fenecen sus cuidados. Siempre es madre, y siempre ama a sus hijos con la misma constancia y el mismo entusiasmo»

« Si obraran con nosotros como las gallinas, y su amor solo durara a medida de nuestra infancia – concluye el novelista – todavía no podíamos pagarlas el bien que nos hicieron ni agradecerlas las fatigas que les costamos, pues no es poco el deberlas la existencia física y el cuidado de su conservación»

¿Qué mensaje nos quiere transmitir Fernández Lizardi en los párrafos precitados?

Sencillamente que el amor de madre es eterno, nunca termina. Y tan  eterno es, que aún después de la muerte, la madre, desde su morada del más allá,  parece continuar cuidando,  protegiendo y  vigilando los pasos de cada uno de  sus hijos.

¡Felicidades a todas las madres dominicana en su día!

 

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