Crisis de la oratoria política en la RD

 

Los discursos proselitistas   pronunciados   por los candidatos y líderes de  partidos políticos en las últimas campañas electorales, nos convencen de que verdaderamente la oratoria política en nuestro país se encuentra en crisis.

Los grandes tribunos, aquellos que cautivaban a las multitudes con su verbo pletórico de elegancia literaria, con la palabra fluida, encendida, o con sus metáforas  e imágenes impactantes, ya no existen. Hoy brillan por su ausencia oradores como los que en tiempos pasados honraron la tribuna política y cuyos nombres  yacen grabados con letras de oro en la historia de la elocuencia dominicana, y a la cabeza de los cuales hay que situar necesariamente al entonces llamado «Pico de oro», Monseñor  Fernando Arturo de Meriño (1833-1906), considerado por muchos como el más grande orador dominicano de todos los tiempos.

Acerca del estilo tribunicio del ex presidente de la República y otrora Príncipe de la Iglesia católica, apunta Balaguer lo siguiente:

«El secreto de su arte, de que podría denominar su técnica de tribuno, reside más en sus recursos que el gran orador usó con innegable maestría: el símil tomado de objetos familiares al auditorio; la antítesis de conceptos y, con frecuencia, las contraposiciones de palabras; los aportes impresionantes con invocación frecuente a los poderes sobrenaturales; la presentación de contrastes de orden moral y la pintura de situaciones patéticas que arrebatan el ánimo y hacen que el oyente participe de la violencia pasional de que en muchos casos parece hallarse poseído aquel orador extraordinario».  Los próceres escritores, 1971, pág.10 )

Y junto al arzobispo Meriño ocupan un lugar de primerísima importancia Eugenio Deshamps, Manuel Arturo Machado, Monseñor Adolfo Alejandro Nouel, Luis Conrado del Castillo, Arturo Logroño, Rafael Estrella Ureña, Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez; estos dos últimos,  a nuestro juicio, los  más grandes y auténticos oradores dominicanos de la segunda mitad del siglo XX  y principio del XXI. 

Peña Gómez, después de Eugenio Deshamps, posiblemente sea el más extraordinario orador de multitudes que hemos tenido.

Y en cuanto a Balaguer, bien podríamos afirmar que con su muerte desaparece el  último gran tribuno dominicano. Después de este, ningún otro orador  ha podido igualar en calidad y estatura tribunicia a él ni al doctor Peña Gómez.

 En lo que atañe a sus quehaceres retóricos, la práctica más común de nuestros políticos modernos consiste en leer sus discursos frente al público y, en tal virtud, vale precisar que la esencia de una verdadera oratoria radica en la espontaneidad. Se entiende por espontánea la oratoria que brota del arrebato, aquella en la que las ideas fluyen con soltura y naturalidad, marginando en todo el momento el texto escrito e improvisando las palabras y adaptándolas a cada circunstancia.

El orador logra de esa manera mayor contacto o acercamiento visual y emocional con el público y el discurso resulta más atractivo, interesante e impactante. Tales bondades desaparecen cuando se apela a la lectura del discurso.

Contrario a tan destacados y brillantes predecesores, los oradores que hoy escuchamos en la tribuna política carecen en su mayoría del don de la persuasión, de la espontaneidad y de la palabra elegante o preñada de arrebatos poéticos. 

En tal virtud, prefieren cambiar la frase impactante, la expresión de alto vuelo imaginativo, las ideas excitantes y la elegante construcción que despierta sensaciones y sentimientos en el oyente, por el insulto, la chabacanería, la grosería,  las humoradas insípidas, los conceptos insustanciales o baladíes y las bazofias impertinentes o carentes de sentido.

 En fin, nuestros actuales líderes políticos han optado por reemplazar el verbo conceptuoso o la expresión que eleva, sublimiza y concita el interés del público oyente, por la idea despojada de esencia y emoción.

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