César Zapata, más allá de lo virtual

Quizá debo excusarme públicamente por haber escrito y publicado un artículo anterior que dediqué a una impresión personal sobre la presentación simultánea de dos libros del poeta y narrador dominicano César Zapata. Por ello lo he perdido a él como amigo en Facebook, y quién sabe si más allá de lo virtual. Confieso que no fue mi intención herir susceptibilidades. He residido toda mi vida en Estados Unidos, un país donde se opina sin temor, donde la libertad de expresión es sagrada, y donde los intelectuales se someten a críticas sin contemplación como un ejercicio necesario para robustecer las ideas que pueden ser útil a la sociedad. Hacer lo contrario, esperar que todas las aguas sigan el mismo cauce sería perder la oportunidad de crecer, de revisar con inteligencia lo que hacemos y de permitir el escrutinio de ese lector que queremos conquistar los que practicamos cualquier oficio relacionado con las palabras. Para mí, una de las principales enseñanzas de la vida ha sido entender que todo cuanto digo no es una verdad absoluta. Aprendí hace un tiempo que la equivocación enseña más que la certeza, pues la certeza paraliza la sed de búsqueda. El hombre que no busca, que no indaga, que no reflexiona, que no intenta descubrir cuán equivocado está, es un hombre muerto, no le sirve de nada a la sociedad. Lamentablemente, muchas de las cosas que debemos descubrir en nosotros mismos están en el otro, porque el otro es el espejo de todas nuestras virtudes y defectos. Mirar por una ventana es más saludable que mantener cerradas las cortinas del cuarto oscuro donde pasamos la mayor parte de la vida. De modo que mi intención no es ni ha sido nunca polemizar; detesto los debates, las discusiones banales, las conversaciones sin sustancia; prefiero “el laberinto de la soledad”, el reconocimiento del espejo, el silencio de los sepulcros. Lamento que mis opiniones levanten polvaredas y que por ello pierda amigos y conocidos. Sin embargo, debo aclarar que muchas veces mi compromiso con la memoria histórica, con la historia que contarán otros a partir de lo que escribo, no me deja ser complaciente. No olvidemos que el tiempo pasa factura, y que la revisión del presente debe ser constante. En ese sentido, trato de comprender a los demás sin esperar que me comprendan. Que César Zapata haya dicho que “no puede ser malo todo lo escrito, excepto tu periodismo”, en referencia a mis opiniones y a ese oficio que ejerzo desde muy joven, y del que he vivido sin palancas ni favoritismo, es algo que me pone a pensar en lo que habría sido mi vida sin el bullicio de las salas de redacción, sin la exigencia del dato preciso, sin el juicio implacable de los colegas, sin ponerme al día a cada minuto, sin la compulsión de informar o de estar debidamente informado. A pesar de todo, confieso que no escribo para caerle bien a nadie, pues si fuera así, en vez de este periodismo malo que me atribuye César Zapata, desde que se consideró atacado en uno de mis artículos, no estuviera practicando el ejercicio de la razón, libre de todo compromiso. Expreso lo que creo, lo que observo, lo que me dictan los cinco sentidos del periodista, como diría el sabio polaco Ryszard Kapuscinski. Al parecer, algunos escritores de República Dominicana tienen todavía la impresión de que el periodista es un ser inferior al poeta o al autor de ficciones, pero eso es una falta de conocimiento y un atraso intelectual, ya que la literatura debe mucho al periodismo; basta citar dos periodistas ganadores del Premio Nobel de Literatura: Gabriel García Márquez, 1982; y Jean-Marie Gustave Le Clézio, 2008; y recordar la última entrega del codiciado Premio Cervantes a una periodista de fuste como la mexicana Elena Poniatowska. Y así, muchos de los aportes estructurales de la novela de los últimos sesenta años se deben precisamente a esa profesión que se ejerce entre el bullicio y no en un silente estudio donde no ocurre nada; por algo García Márquez llamó al periodismo “el mejor oficio del mundo”. Al periodismo debo lo que soy, si es que soy alguien. El periodismo me transformó de un lector pasivo a un lector activo; el lector pasivo es complaciente mientras que el lector activo lee y se elabora un juicio de valor integral, no solo literario, y duda antes de aplaudir el logro personal. Es así como la literatura mala se apoya en el lector pasivo, al tiempo que la buena resiste cualquier tipo de cuestionamiento y se impone a las exigencias del lector activo. En fin, pienso que no hay nada más triste para un escritor que pasar inadvertido, silente, como el susurro de esos vientos del alba que borran el rastro de diminutos monstruos nocturnos en la arena del desierto.

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