Aurora de un amanecer luminoso

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EL AUTOR es economista y ensayista. Reside en Santo Domingo

 

 

Soñar no cuesta nada, pero quienes sueñan, son seres privilegiados destinados a ser los centinelas de la esperanza. Y esa misión tiene un valor inconmensurable. Porque las ilusiones nacen de la esperanza y construyen el futuro; polinizan la flor del porvenir y equivalen a tener una razón cierta para vivir.

Hay pueblos que olvidan su propia historia para volver a editar sus errores. Pero los que no sueñan, anulan la imaginación de una vida posible en la abundancia no alcanzada por faltarles un impulso esperanzador. Son conglomerados humanos con la desdicha de no despertar jamás del letargo que inmoviliza sus voluntades. En cambio, los que sueñan, conservan un propósito de grandeza; se elevan para enrumbar su destino guiados por la brújula del bien común, la solidaridad y la justicia.

Ideales, ilusiones y sueños, son acepciones sinónimas en la mentalidad del precursor del cambio. Ese  guardián de la esperanza ve en las precariedades del statu quo, un castigo injustificado para sus semejantes. De ahí que persiga la regeneración reformadora; que sueñe con la redención factible y anticipe los eslabones rotos de un encadenamiento adverso a las cristalizaciones nobles. Su sueño le traduce la naturaleza coyuntural de las circunstancias aciagas y por eso persevera en su afán de alcanzar planos superiores.

El desarrollo no es más que la materialización del sueño colectivo de seres humanos inconformes con el estancamiento; con la inmoralidad de un crecimiento material que fomente la iniquidad y las desigualdades sociales. La inconformidad es nutriente vital para los forjadores de la esperanza, y el coraje, esencia constitutiva de su escudo protector. Ambos se amalgaman para dar con su ambición irrenunciable de crear un mañana venturoso, y así se convierte en el arquitecto de una sociedad más justa, próspera e incluyente.

Los sueños liberan, derriban barreras, ensanchan posibilidades. Las naciones con deformaciones sociales que terminan robándoles su futuro, necesitan del impacto regenerador de quienes fundan sus sueños en un apostolado insobornable con miras a darles la eficacia institucional que venza la cultura del capricho.

El curso de la historia cambia por los sueños; por ellos se expanden los ámbitos de la ciencia para prolongar los días del hombre en la Tierra. Solo los sueños redimen las desesperanzas, mitigan la angustia y conducen al bienestar imposible cuando el flagelo del subdesarrollo corroe como plaga la conciencia de los pueblos.

El derecho a la felicidad sucumbe cuando los sueños desaparecen.  Ese tesoro insustituible del ser humano, es como una vía de dos carriles orientados en igual sentido pero corriendo en planos paralelos.  Uno conduce hacia la estación de los sueños mayores, que dotan al espíritu del sosiego de una esperanza trascendente. El otro llega hasta la estación de los sueños terrenales, que se concretizan para hacer más llevadera la estadía circunstancial del hombre en este mundo.

Las condiciones del presente obedecen a los sueños no olvidados de nuestros antepasados. Son la cosecha póstuma de quienes parten sin renunciamiento a la realización de sus ideales. Tan solo un acto piadoso de la historia salva las circunstancias de quienes terminan relegando su sueño. Porque al hacerlo matan las ilusiones, y muertas, solo resta el desvanecimiento fatal del ocaso.

Los sueños son la arcilla dúctil del alfarero del mañana. Solo quienes preserven vivas las ilusiones, viajarán en el tren del porvenir promisorio. Si borramos nuestro sueño negamos el derecho a la dignidad del futuro, cohibimos el salto al andén de la felicidad, y cerramos el paso a los predios multicolores de la primavera. Si olvidamos nuestro sueño empañamos la aurora de un amanecer luminoso.

 

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