Aniversario de José Rafael Santaella
«¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad».
Jorge Luis Borges
El primer aniversario de la muerte de mi amigo José Rafael Santaella Ulloa me hace recordarle, no amenazarlo, por razones obvias
El filósofo alemán Martin Heidegger definió en Ser y tiempo la muerte como algo que se presenta en el ahora de la vida del hombre. Para este filósofo lo más recomendable es que los seres humanos acepten con conciencia y libertad el camino hacia el final porque al morir el hombre «se asegura del supremo poderío de su libertad cierta y temerosa para morir». Entonces al morir el hombre acepta su realización. El hombre «se asegura del supremo poderío de su libertad cierta y temerosa para morir en la muerte».
Dos o tres días antes de celebrar mi cumpleaños, veinticuatro de mayo, hará de este acontecimiento un año, habíamos quedado en reunirnos un pequeño grupo de caros amigos para charlar, contarnos anécdotas añejas, hablar de historia y de literatura y, por supuesto, leer algunos de mis últimos cuentos y escuchar el maravilloso poema de Luis José Rodríguez, Viaje a Nayarit, a manera de ponerle una nota intelectual a la conmemoración.
A pocos días de volver a conmemorar otro año más de vida me abordan dulcemente los recuerdos de uno de los amigos intelectuales que no pudo asistir a aquel evento por haber partido súbitamente a la morada de los muertos donde estuvo Jesús antes de la resurrección (Hebreos13-20).
Demarcándome de la hipocresía social de estos tiempos y del decir de gente que suelen hacer del otro su pretexto para tratar de encubrir su propia fragilidad o imperfección interior, el aprecio me exige que escriba estas líneas revestidas de incienso, como el Señor le dijo a Moisés que tomara unas especias con incienso puro para evocar la calidad espiritual y el bagaje intelectual y artístico de un ser humano peculiar en la amistad y modesto en el discernimiento que hacinó en su cerebro.
En vida fue catedrático universitario de designios preclaros sin avasallar a sus alumnos con pretensiones o ínfulas superfluas de sabiduría, pudiendo apoderarse de las aulas augustas con su enorme facilidad pedagógica y su anchura de miras para escarbar y extraer con facilidad desde las páginas polvorientas de la historia y la filosofía aquellos sucesos donde solo un estudioso consuetudinario como él podía ascender al firmamento de los dioses de la literatura y discutir ideas probabilísticas con sorprendente pasión.
Aunque conocía la entrega y la significación de sus parientes, grandes mujeres educadoras, como fueron las señoritas Rafaela (Fela) y Lalá Santaella, en las aulas de aquella escuela imborrable que se esfumó del sistema educativo dominicano y de Santiago de los Caballeros no fue hasta que vine desde los Estados Unidos a la República Dominicana a asesorar la incipiente Autoridad Portuaria Dominicana (APORDOM) cuando realmente tuve el placer de conocer al licenciado en Administración de Empresas y Economía José Rafael Santaella Ulloa, quien ocupaba las funciones de encargado de Recursos Humanos en dicha institución descentralizada del Estado.
En medio de aquel mundo mediocre y cizañero de muelle o puertos a la mar, entre el aforo, la sociedad civil y militar, pude notar, casi inmediatamente, que José Rafael era una perla en un albañal de intrigas, de mendacidades y de zancadillas. Los trapisondistas de aquella institución siempre quisieron separarlo de su cargo, más por no contemporizar con la adulación cínica ni crearle una situación difícil a algún empleado cumplidor de su deber para agradar a sus superiores.
Le vi en aquel momento como una persona intelectualmente superior a su entorno, por lo que como escritor pude cultivar una amistad cordial con él. Siempre alabó con sinceridad mi formación académica e intelectual y mi preocupación por dotar la institución de una escuela donde se impartiera adiestramiento al personal técnico encargado de las operaciones portuarias, a los fines de que el personal se convirtiera en un instrumento eficiente de desarrollo de la APORDOM.
Este quehacer tuvo momentos de aceleración y de frenazos porque la medianía prefería la lisonja para lograr alcanzar posiciones en la burocracia portuaria estatal a conseguir la misma posición a través de una formación que le pudiera dar durabilidad y seguridad en el tiempo.
Hoy, a un año de su muerte, me constituyo por elección propia en uno de los amigos que le recuerda, más por sus grandes virtudes intelectuales que por la debilidad de la ingesta de alcohol, vicio que lo llevó a una tumba a la que no debió haber llegado tan temprano.
Recuerdo una vez hablando José Rafael con unos supuestos intelectuales de Santiago que solían criticar a espalda suya su afición por la bebida, placer al paladar que estos mismos tenían y eran también conocidos en las afueras de alcohólicos anónimos. A tales reproches éste le contestó a los intrusos con una frase de Mark Twain: «Todo hombre que se respete a sí mismo debería de emborracharse tal y como dicta la vieja costumbre: a la menor provocación y de preferencia en cualquier ceremonia pública».
Aquel día después del gesto estremecedor de Santaella, pensé que un país tal vez llamado República Dominicana fue terriblemente hipotecado y no por un tal Dionisio López Cabral borracho. Parecería que los hombres que reconocían siempre a la taberna de los ebrios, un día hacen cosas malditas que pagarían en el futuro aun aquellos no registrados en la demagogia de un país.
Y continuó diciéndoles con espíritu aguerrido: «¿Por qué no critican a Baudelaire, a Faulkner o a James Joy, que una noche el alma del vino cantó en las botellas?»
José Rafael Santaella, aun con esta fragilidad por la bebida, no le vi nunca manejarse con irreverencia hacia los demás. A pesar de su estrechez económica de los últimos años fue en vida un ser humano solidario, apegado a la lectura de enriquecimiento, a las artes plásticas, otro de sus sueños.
El país y, Santiago particularmente, se perdieron de un hombre de inteligencia prominente, menospreciado por una generación que no llegó a beber de su elixir intelectual ni tampoco quisieron comprenderle ni tuvieron conmiseración por su flojedad emocional a la que cualquier persona puede llegar sacudido por alguna desgracia transitoria o por conmociones espirituales o anímicas, como fue, en el caso de este amigo fallecido, la muerte absurda de su padre don Bibin Santaella, exfiscal de Santiago, en el ocaso de la dictadura de Trujillo que hizo metástasis en su noble alma.
Despido este trabajo de recordación y de amistad con un epitafio imaginario que he escrito sobre su lápida: «Aquí yace el intelectual olvidado José Rafael Santaella. Abrid su tumba, debajo de ella se ve el mar».
jpm